viernes, 29 de junio de 2007

El mensaje de Aparecida

Rodolfo Fortunatti


Aparecida ilumina la actual reflexión política democratacristiana en tres sentidos: primero, confirma la crítica al modelo; segundo, expresa su preocupación por las enormes fracturas y desigualdades sociales; tercero, advierte sobre las fallas de la democracia representativa realmente existente.

Así pues, respecto del modelo económico neoliberal, Aparecida llama la atención sobre el peligro que envuelve la incontrolada concentración del poder económico. Expresa, asimismo, su temor a que el afán de lucro —ganancia y acumulación tan custodiadas por los católicos liberales— se constituya en el valor supremo de la vida social (60). El afán de lucro puede hacerse perverso, cuando la actividad empresarial viola los derechos de los trabajadores y la justicia (137). Aparecida ve en el mercado un mecanismo que tiende a poner la eficacia y la productividad por sobre los valores objetivos de la verdad, la justicia, el amor, la dignidad y los derechos de todos, especialmente de los excluidos (61). Repara en la globalización una fuerte tendencia a la concentración, no sólo de la riqueza material, sino —lo que redunda en una severa restricción para los derechos civiles y políticos— de la propiedad y el manejo de la información (62).

¿Qué propone como alternativa? Postula un orden mundial impregnado por la justicia, la solidaridad, y los derechos humanos (64). Se inclina por la Economía Social de Mercado como la organización más idónea para orientar el trabajo, el conocimiento y el capital, hacia la satisfacción de las genuinas necesidades humanas (69). Demanda protección del Estado hacia las pymes. Explica que en ausencia de tales protecciones, sólo cabe esperar el avance incontenible de los grandes conglomerados económicos como factores determinantes del desarrollo (63).

¿Qué luces arroja sobre la sociedad anhelada? De entrada, renueva su opción preferencial por los pobres y excluidos (405). «Jesucristo es el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre» —dice. «Por eso la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (406). Sobre el fondo de tan excelsa iconografía, es que Aparecida se detiene a perfilar el rostro de los excluidos. Ya no son sólo los explotados de ayer; ahora son también los «sobrantes» y «desechables» (65), como los productos de mercado.

Aparecida, más allá de un pragmatismo cínico que se agota en los derechos individuales, propone un enfoque moral que eleva el valor de los derechos sociales, culturales y solidarios, a la calidad de principios de dignificación humana (47). Reclama a los responsables de las políticas públicas, que asuman una perspectiva ética, solidaria y auténticamente humanista (417). En materia de educación, esto significaría garantizar a los padres, cualquiera fuere su condición social, el derecho a escoger la educación de sus hijos, sin que nadie pudiera arrogarse la exclusividad en la atención de los más pobres (354). Significa impulsar una educación de calidad para todos. Para todos; especialmente para los más pobres (348).

¿Qué horizonte le señala al orden político? Aparecida advierte la presencia de tendencias reñidas con la humanización de la vida: «…la idolatría del dinero, el avance de una ideología individualista y utilitarista, el irrespeto a la dignidad de cada persona, el deterioro del tejido social, la corrupción incluso en las fuerzas del orden y la falta de políticas públicas de equidad social» (78). Tendencias que se afirman a medida que la democracia se inhibe a cuestiones puramente formales y procedimientales, lo que tarde o temprano acaba en dictaduras y populismos dolorosos para el pueblo. De ahí que abogue por una democracia participativa fundada en el respeto y promoción de los derechos humanos (74).

Esto entraña algo muy crucial para los democratacristianos. Comporta la rehabilitación ética de política. Una nueva moral cuya eficacia arranca de la incorporación protagónica de la sociedad civil. Porque, sólo ella puede robustecer la democracia, afianzar una verdadera economía solidaria y consolidar un desarrollo integral, solidario y sustentable (421).

Nunca debiera olvidarse que la auténtica democracia es una de justicia social, división de poderes y Estado de derecho (76).

lunes, 25 de junio de 2007

La nueva moral burguesa

Rodolfo Fortunatti


Lo escribió Hans Küng: sin ideologías humanistas no puede haber humanización del mundo. No fueron las fuerzas de la individuación quienes hicieron esta contribución a la humanización de la vida, sino los movimientos populares y reformadores. Ellos, los que ofrecieron protección y comunidad. Ellos, los que construyeron el arca común donde pudiera avanzar el pueblo, el país, la nación, a su amparo y protección. Paradójicamente, en Francia y en Argentina, empieza a ser la derecha quien despierta esas esperanzas de autonomía y realización.

El domingo antepasado Nicolas Sarkozy conquistó 350 de las 577 bancas de la asamblea francesa. Y pudo haber conseguido sobre los 400 escaños. Ayer, en Buenos Aires, triunfó Mauricio Macri, disputándole la opción presidencial a Cristina Kirchner. ¿Con qué mensaje? ¿Con qué sueño de país? ¿Qué le dijo Sarkozy a los franceses el pasado 29 de abril? ¿Qué les dijo Macri a los argentinos?

«No me da miedo la palabra moral —afirmaba en su
discurso el actual Presidente francés—. Desde mayo de 1968 no se podía hablar de moral. Era una palabra que había desaparecido del vocabulario político. Hoy, por primera vez en decenios, la moral ha estado en el corazón de la campaña presidencial.

«Mayo del 68 nos había impuesto el relativismo intelectual y moral. Los herederos del ‘68 habían impuesto la idea de que todo vale, de que no hay ninguna diferencia entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, entre lo bello y lo feo.

«Habían querido hacernos creer que el alumno vale tanto como el maestro, que no hay que poner notas para no traumatizar a los malos alumnos, que no había diferencias de valor y de mérito.

«Habían querido hacernos creer que la víctima cuenta menos que el delincuente, y que no puede existir ninguna jerarquía de valores.

«Habían proclamado que todo está permitido, que la autoridad había terminado, que las buenas maneras habían terminado, que el respeto había terminado, que ya no había nada que fuera grande, nada que fuera sagrado, nada admirable, y tampoco ya ninguna regla, ninguna norma, nada que estuviera prohibido».


Sarkozy habla desde el reformismo de derechas. Critica al progresismo light, incluso reivindicando la solvencia ética del genuino reformismo francés de izquierda. Sarkozy apunta, no obstante, más allá. Va tras la recuperación de una moralidad burguesa perdida en el tiempo…

«La herencia de Mayo del ‘68 ha introducido el cinismo en la sociedad y en la política. Han sido precisamente los valores de Mayo del ‘68 los que han promovido la deriva del capitalismo financiero, el culto del dinero—rey, del beneficio a corto plazo, de la especulación. El cuestionamiento de todas las referencias éticas y de todos los valores morales ha contribuido a debilitar la moral del capitalismo, ha preparado el terreno para el capitalismo sin escrúpulos y sin ética, para esas indemnizaciones millonarias de los grandes directivos, esos retiros blindados, esos abusos de ciertos empresarios, el triunfo del depredador sobre el emprendedor, del especulador sobre el trabajador».

En América, otro hombre, Mauricio Macri, habla desde el corazón de Argentina, donde ha conquistado la alcaldía de Buenos Aires con el 61 por ciento de los 2,5 millones de votos. Macri derrotó el domingo a Daniel Filmus, pero en la práctica venció al Presidente Kirchner, que se jugó entero por él. ¿Cuál fue el espíritu de su mensaje? Se puede escuchar en la conmovedora
Propuesta Republicana:

«Alguien tiene que proponer Justicia Social, alguien tiene que proponer una educación pública, alguien tiene que proponer algo más saludable, alguien tiene que tener una propuesta más segura, alguien tiene que devolverle al pueblo lo que es del pueblo, alguien tiene que proponer una revolución contra los conservadores, alguien tiene que proponer volver a soñar despiertos.

«Y lo propuso usted.

«Usted que es independiente, y se quedó sin independencia. Usted que es Peronista y se quedó sin Perón, sin Evita, porque nos quedamos sin Perón y sin Evita.

«Y usted que es Radical, y no hay nadie que se parezca a Irigoyen ni a Alvear, ni a Balbín, ni a Illía. Porque todos nos quedamos sin Irigoyen, sin Alvear, sin Balbín y sin Illía.

«Lamentablemente nos quedamos sin Frondizi. Pero afortunadamente queda su espíritu con ideas nuevas».

Mauricio Macri es todo lo neoliberal que pudo haberle censurado Kirchner, pero fustiga a los conservadores, y levanta una alternativa que pretende superar a las izquierdas y a las derechas.

¿Dónde radica el éxito de aquellas derechas que las autóctonas no han podido descubrir, y que por eso no han podido sacar provecho siquiera de los errores? Esas derechas han logrado detectar el malestar de la cultura política. Esta cultura que abandona al ciudadano a su propia suerte. Esta cultura que se nutre de la desaprensión, del relajamiento de los lazos comunitarios, de la pérdida del diálogo moral. O sea, del triunfo del relativismo en la acción política. En suma, de la instalación del principio del todo vale.


viernes, 22 de junio de 2007

Fragmentación y diálogo moral


Rodolfo Fortunatti


Con el gobierno de Michelle Bachelet se inició un nuevo ciclo. En ningún campo se evidencia más este cambio, que en los partidos políticos. Y es probable que en ninguna otra dimensión de los partidos políticos se revele más claramente, que en su cohesión interna. Los partidos transitan desde la máxima complejidad e integración ideológica, política y orgánica, conquistada en las postrimerías de la dictadura, hacia una mayor simplificación, dispersión de intereses y lealtades. Esto, con independencia de su participación en las coaliciones y, a contrapelo de los bloqueos institucionales —como el sistema binominal o el régimen presidencial— que conspiran contra el ajuste de las expectativas políticas.

El signo más característico de dicha transición, es la aparición de conductas más libres y autónomas, y algunas francamente díscolas. Estas pueden ser beneficiosas o perjudiciales para sus actores como, asimismo, para las colectividades políticas que las soportan. Hay que hacer distinciones. Desde este prisma, no pueden ser iguales los comportamientos de los senadores Ominami, Flores y Zaldívar, como no lo es la conducta del ex Intendente Trivelli.

Ominami discrepa de la dirección política del Partido Socialista, y gana en liderazgo al formular sus propuestas. Pero su divergencia favorece a la tienda porque la provee de líneas de orientación que no arriesgan su unidad. La asociación entre este liderazgo individual y el corporativo del partido resulta en mutuo beneficio. Y si no, al menos permite compartir la mesa común sin que la ganancia del senador entrañe un daño para el partido. Ambos, parlamentario y partido, pueden cohabitar.

Tampoco la conducta de Trivelli provoca perjuicio para la DC. La suya es la del inquilino que alberga su candidatura presidencial en el seno de la falange, incluso al amparo de su actual mesa directiva, pero que aunque no la recompense en esta relación, tampoco le provoca menoscabo. ¿Quién podría enojarse con Trivelli por las motivaciones de su candidatura, cuando nunca ha dado a conocer estas razones? «La mira la pusimos en La Moneda, punto, así de simple», afirma por toda respuesta. En realidad, es él quien podría convertirse en la víctima de su juego.

«Chile Primero» y el «G9» son otra cosa. Cuando Fernando Flores inventó la historia de la mafia del PPD, y Jorge Schaulsohn, la ideología de la corrupción de la Concertación, fijaron los términos de una competencia que podría llegar a ser destructiva para ambos. Una competencia regida por el principio de exclusión, según el cual la existencia del PPD supone forzosamente la desaparición de «Chile Primero», y viceversa. ¿Significará lo mismo para la Concertación…? Depende del PPD.

El «G9» es sólo eso: un grupo. Una liga de parlamentarios aglutinados en torno al liderazgo carismático del senador Adolfo Zaldívar. Una bancada dentro de otra bancada que, sin embargo, asegura representar a la mitad del Partido Demócrata Cristiano. El «G9» reclama reconocimiento y respeto por su identidad. Vive como huésped de la colectividad y obtiene beneficios de esta situación. En ocasiones, sin daño para el partido. Las más de las veces, llevando las tensiones a extremos peligrosos para el organismo que lo hospeda, al que ve como una colosal maquinaria de poder. «He estado solo contra una maquinaria de poder que quiere aplastar a alguien cuando actúa con libertad y actúa pensando en lo que es mejor», declara Zaldívar. ¡Cuidado, están al borde de la ilegalidad! —advierte. Y llama la atención sobre la eficacia del artículo 32 de la Ley Orgánica Constitucional de Partidos Políticos, que prohibe a éstos dar órdenes de votación a sus senadores y diputados. No repara que al situar la controversia en este plano, sus detractores podrían invocar sin dificultad el artículo 21 de dicho cuerpo legal que prohibe expresamente exigir determinadas obligaciones a los ministros de Estado, como lo ha hecho el senador al condicionar su recta conciencia a la renuncia de los titulares de Hacienda y Obras Públicas. Todo el mundo sabe que el problema no es materia de gabinete de abogados, sino de asamblea deliberante, o sea, de reflexión colectiva, lúcida y explícita.

¿Cómo conducir el proceso sin verse arrastrado por él? Interviniendo en la cultura política. Fortaleciendo la cultura moral de las comunidades. Esto se logra con diálogo moral. El
diálogo moral es ante todo discusión sobre valores. No una conversación de técnicos, expertos o especialistas, sino de ciudadanos. Pues, aunque el diálogo moral hace referencia a la realidad concreta, es fundamentalmente ético. El diálogo moral pone de relieve aquello que la comunidad acepta o condena.

Lo más importante del diálogo moral es que a través suyo «la gente modifica con frecuencia su conducta, sus sentimientos y sus creencias», sobreponiéndose así al «pánico moral» que generan las crisis políticas que estamos observando.


lunes, 18 de junio de 2007

La disciplina de la libertad

Rodolfo Fortunatti

¿Qué se juega en la negativa del senador Adolfo Zaldívar? ¿Es lo mismo que se arriesga en el caso del senador Flores? ¿Se les puede exigir lo mismo a ambos? ¿Se le puede pedir lo mismo a Flores, que ya no es miembro de la Concertación, y a Zaldívar que, por ser militante de la Democracia Cristiana, le debe adhesión al gobierno y a la coalición? ¿Es un puro asunto de disciplina partidaria el de Zaldívar, o su conducta podría comprometer otros valores?

Lo que está en juego no es la disciplina de los parlamentarios del PDC, sino algo más que eso; es la libertad de cada uno de sus militantes. Es la garantía que asiste a cada democratacristiano —especialmente a los que disponen de menor poder e influencia— de que su voz y su voto todavía tienen algún valor, y de que tiene sentido para ellos seguir sirviendo en el partido. Pero Adolfo Zaldívar presiona la crisis del gabinete. Condiciona su voto a las renuncias de los ministros de Hacienda y Obras Públicas, exigencias que sólo pueden ser satisfechas con lo que configuran: una derrota de la Presidenta Bachelet. Zaldívar cierra así las salidas. Bloquea el diálogo. Desafía:
¡Que cada cual asuma sus responsabilidades!

La presidenta del partido responde que el compromiso del Consejo Nacional de aprobar los recursos para el Transantiago, es vinculante, es decir, que obliga a los senadores. Al plantearlo recuerda que lo que está en juego son las instituciones partidarias, sus normas, sus cánones de convivencia. En suma, su responsabilidad política ante el país, ante la coalición y ante el gobierno que contribuyó a elegir. En el fondo, lo suyo es una invocación al orden y al principio de mayoría que por cerca de medio siglo han perfilado la identidad de este partido. Una apelación a todo eso que hace del PDC una organización política confiable. Pero el senador persiste: «Nadie puede forzar a un parlamentario a actuar como un autómata o a actuar sin personalidad y sin discernimiento», dice. Él cree que «ésta es una mal entendida lealtad y una falsa solidaridad entre nosotros». Pero si todos los democratacristianos pensaran así, probablemente no existiría partido.

Los más poderosos, son también los más responsables. Las intervenciones de Eduardo Frei no son irrelevantes. Se trata de la voz de un ex Presidente de la República, y actual presidente del Senado. Las declaraciones de Belisario Velasco no son intrascendentes. Provienen del ministro del Interior, o sea, del Vicepresidente de la República. No carecen de importancia las opiniones de Adolfo Zaldívar, uno de los seis senadores democratacristianos y, durante cuatro años, la máxima autoridad falangista. Ni son insignificantes las expresiones de Soledad Alvear, ex candidata presidencial democratacristiana, y actual presidenta de la tienda. ¿Podría ser desdeñada la palabra de Patricio Walker, presidente de la Cámara de Diputados? ¿O la de René Cortázar, ministro de Transportes? ¿O la de Patricia Poblete, ministra de Vivienda? ¿No son la cara visible del partido? ¿No son ellos los democratacristianos?


La mayor paradoja de todo esto es que la mesa nacional de la Democracia Cristiana dispone de las herramientas necesarias para dar gobierno y mostrar caminos. El problema es que si no lo hace; sobre todo, si no lo hace ahora, pecará por omisión abandonando a la colectividad a su inminente degradación y, a poco andar, a su eventual desplome.

Entre las
facultades de la mesa directiva del PDC se cuenta la de convocar a la Junta Nacional. Incluso bastaría la mitad más uno de los votos del Consejo Nacional para hacer efectiva dicha convocatoria, o la firma de 170 delegados. La Junta Nacional es el máximo órgano resolutivo de la colectividad. La Junta es una asamblea deliberante de alrededor de quinientas personas. Son miembros de ella los consejeros nacionales, los ex Presidentes Aylwin y Frei, los senadores y diputados, los delegados de los frentes sociales, los presidentes provinciales, los delegados de libre elección, la mesa y los consejeros de la JDC, los presidentes comunales, los ministros y subsecretarios, y los integrantes del Tribunal Supremo. Es la instancia más amplia y legitimada del partido.

No se resuelve el problema con la aprobación del proyecto en el Senado, ni judicializando el comportamiento político del senador Zaldívar. Los partidos deben saber procesar sus diferencias, especialmente cuando éstas los superan y acaban dañando bienes superiores. Si la ejecutiva DC llamara a una junta nacional extraordinaria cuyo único propósito fuera sancionar el plan de transporte urbano, daría una clara señal de conducción y de cohesión políticas. Quizá amplificaría el impacto público de los conflictos internos, pero lograría decantar las posiciones y fijar «un antes y un después» en el desaprensivo clima partidario.

viernes, 15 de junio de 2007

Restableciendo confianza social

Rodolfo Fortunatti

¿Qué es la confianza? Más precisamente, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de la confianza social? Nos sorprendería constatar cuán cerca de otros conceptos está la confianza. Incluso, cuán sustancial es a otros términos que empleamos a diario. Palabras que expresan nuestro ideario, los valores que defendemos, los principios por los que luchamos. Y también los sueños que compartimos.

La confianza es la expectativa de que el otro seguirá siendo como ha sido hasta ahora. Es la seguridad que nos damos acerca del comportamiento de los demás: dadas tales condiciones, puedo esperar que el otro actúe de cierta manera. En reciprocidad, me obligo a fijar en los otros la expectativa cierta e inconfundible de que seguiré siendo como he sido hasta ahora. Ello entraña hacer juicios de valor acerca de cuán confiables son los demás, y de cuán confiables nos hacemos nosotros mismos para los demás. Vista así la confianza social, ella se erige como el sustrato espiritual de la vida colectiva. En el cemento de las instituciones y de su funcionamiento. Ciertamente, en lo medular de un intangible tan común como es la acción política.

En su revés, la confianza se deteriora y envilece cuando se traicionan dichas expectativas. Dejamos de creer en las personas, cuando perdemos la confianza en ellas. Recelamos de las instituciones, cuando dejan de ser confiables. Los partidos políticos nos abandonan, cuando ya no somos confiables para el logro de sus objetivos. Se concede y se retira la confianza. Se pierde y se recupera, según plazos y circunstancias. Sin ella no es concebible la vida en sociedad. Y no es posible la cohesión, sin la confianza social. Luego, tampoco es posible la civilidad, la comunidad, ni la solidaridad. Ni la legitimidad democrática. Pues la gobernabilidad y la estabilidad políticas descansan en la confianza social. ¿Qué sino confianza social es la popularidad que miden las encuestas?

Es fácil imaginar el problema que origina la pérdida de confianza política. Los ciudadanos se distancian. Se vuelven sobre sus individualidades. Se inhiben de participar en los asuntos colectivos. Es cuando comienzan a oscurecerse los contrastes entre los demócratas y los demagogos, los responsables y los populistas, los libertarios y los tiranos. Entonces es cuando la opinión pública envía a los políticos, a los parlamentarios y a los jueces, a los últimos lugares de la confiabilidad social. Un
estudio de la Cepal sobre cohesión social, especialmente su capítulo 4, dedicado a los factores subjetivos que inciden en ésta, revela el deterioro de las confianzas corporativas e institucionales en América Latina y, en el caso de Chile, la escasa participación de la población en organizaciones políticas. En las zonas rurales es prácticamente inexistente.

Es fácil imaginar el daño al capital social, político, democrático y republicano, que provoca la actual pugna entre el Senado y la Cámara de Diputados; entre los parlamentarios y los jefes de partidos; entre los congresistas y dirigentes políticos, por una parte, y los ministros, por la otra. El daño a las coaliciones que producen los conflictos no resueltos entre colectividades aliadas. La vacuidad política que anuncian los
movimientos y candidaturas presidenciales desgajadas de sus matrices. Son manifestación del mismo fenómeno: el extravío de las expectativas en una época de cambios.

Un gesto de sensatez recomienda el restablecimiento de las confianzas.



jueves, 14 de junio de 2007

Disyuntiva, opción y desafío

Rodolfo Fortunatti

Cuando en 1990 la Concertación se hizo cargo del gobierno, en el país había cinco millones de pobres. Hoy, a la luz de la última encuesta Casen, los pobres ascienden a dos millones doscientas mil personas. Ello significa que si hace diecisiete años, cuarenta de cada cien chilenos vivía en la pobreza, en la actualidad se hallan en tal situación sólo catorce de cada cien… —¡Catorce de cada cien!—. El progreso es indiscutible. Y así lo revela el silencio de la derecha. Sobre todo, de su prensa, de sus editores, y de sus periodistas. El avance es refrendado por una modesta, aunque serendípica, mejora de la distribución del ingreso.

Ciertamente, este mayor empuje obedece a políticas públicas audaces y sostenidas. Desde luego, a Chile Solidario, un verdadero nido de protección social. Se debe a la ampliación y consolidación de los derechos económicos y sociales. En suma, a la gradual recuperación del papel del Estado como organizador superior de la sociedad.

Hay quienes ven estos indicadores como los máximos económicos y sociales tolerables por la democratización, sin advertir que los déficits de justicia que envuelven son los causantes de la crisis de representación de la política. Los miran como si se tratara de la última frontera de la reforma democrática; la justificación ideológica límite de la política popular de la Concertación. Sabemos, sin embargo, que estas salvaguardias contra la pobreza no alcanzan a cubrir los mínimos de protección a que puede aspirar un país con los recursos y potenciales que posee Chile. Tantos, que algún observador ha tenido el atrevimiento de sugerir el tránsito desde el reino de la necesidad hacia la «administración inteligente de la abundancia».

¿Pero podemos correr los límites de la justicia más allá de este umbral? ¿Hay posibilidades de ampliar los espacios de propiedad social, de ciudadanía social, de derechos, y de protecciones, más allá de la línea de la pobreza? ¿Con cuánto podemos vivir? ¿Tal vez con 47 mil pesos mensuales, como los pobres urbanos? ¿Quizá con 18 mil pesos, como los indigentes del campo? ¿Cuál es el punto de referencia? El hombre más acaudalado de Chile posee un patrimonio avaluado en 3 millones ciento ochenta mil millones de pesos ($ 3.180.000.000.000), algo así como el 5 por ciento del PIB de Chile. Podrá ser un orgullo calificar entre las diez mayores fortunas latinoamericanas, pero no es éste el patrón más objetivo para medir el bienestar de la sociedad chilena. Como no puede serlo la pura superación de la pobreza, aunque la sola erradicación de la indigencia constituya todo un logro civilizatorio.

Por eso, es tan importante el consenso que comienzan a construir dos de las varias expresiones de la Concertación, como son las plasmadas en
La disyuntiva y en El desafío. El horizonte es un Estado Democrático y Social de Derecho, tributario de las doctrinas humanistas que concurren en la Concertación.

Mas, si bien el seminario organizado por el CED y Chile 21 mostró grandes convergencias, dejó un prurito exacerbado contra el Transantiago, para algunos el más grave problema de la coalición en toda su historia. Crítica injustificada, si se la analiza desapasionadamente, pero comprensible por la falta de debate interno al que apuntó Carlos Ominami. En ello, Transantiago: una reforma en panne, puede ser de gran utilidad para atemperar los ánimos, arribar a un diagnóstico común sobre el asunto, e incluso, conseguir una mayor apertura al diálogo y el acuerdo.

Un signo de esta mirada equilibrada, pero convencida de las desventajas de la liberalización del transporte, es la conclusión del citado informe de seguimiento de políticas públicas. Ahí se lee: «Naturalmente, era probable que enfrentara muchos problemas durante su implementación, aunque nadie podía predecir la magnitud de la crisis generada. Sin embargo, en su estructura básica esta reforma es la mejor opción disponible para ofrecerle a Santiago un sistema de transporte moderno, seguro y eficiente».


martes, 12 de junio de 2007

Trivelli: del otro lado del espejo

Rodolfo Fortunatti

Desde su anuncio el jueves pasado, la información apareció en una docena de medios. Un esfuerzo mediático nada desdeñable. Téngase en cuenta que capturó las cámaras de dos canales de televisión, y los micrófonos de un par de radios con alta sintonía. ¿Cuál es la primera reacción que provoca? No causa asombro. Nadie le atribuye gravedad. Antes bien, las opiniones se mueven entre la indiferencia y el escepticismo. Por ejemplo, la actitud de Patricio Melero: «La Concertación debe preocuparse de sus propios problemas y éste es uno de ellos» —dice el diputado UDI. O, la de Jorge Pizarro, que confiesa valorar la audacia, imaginación y sentido de aventura del advenedizo. Mulet, más flemático, lo toma como una falta de respeto a Michelle Bachelet. Por anticipar la carrera presidencial, sostiene.

Soledad Alvear y Escalona, aseguran que el candidato será propuesto por los partidos políticos; en cualquier caso, no antes del 2008. Y Bitar lo confirma como dice el dicho: «No por mucho madrugar amanece más temprano».

Pero, en el fondo, nada serio. Nada que amenace al statu quo. Nada fuera de la rutina. Salvo para el candidato y para su círculo de amigos, en adelante, el comité estratégico. Por ahí echaron a correr la voz de que Chileprimero tenía fuerte interés en la operación. Fue sin embargo Schaulsohn quien se encargó de desvanecer toda ilusión al respecto. Y fue duro al declarar que desmentía categóricamente tal posibilidad. Fue duro, no por el desmentido, sino por la justificación del mismo. Dijo, sin temor a incoherencias, que lo que buscaba Chileprimero era «elevar el debate de la política».

Claro que hay quienes aprovechan la oportunidad noticiosa que les brinda el ex Intendente, para publicitar sus puntos de vista. Así es como Acción Ecológica lo hace responsable del Transantiago, de la contaminación del aire, y de la repavimentación de la Alameda. Es un «cara de palo» subraya Luis Mariano Rendón. Y Patricio Herman espeta con severidad: «Fue uno de los autores materiales, junto a Jaime Ravinet, del mayor atentado ambiental contra Santiago de los últimos años, cual fue la expansión de la ciudad sobre las tierras agrícolas…Esta expansión, que benefició directamente a los especuladores inmobiliarios, agudiza sin embargo todos los problemas urbanos, entre ellos el transporte. Ello, pues se hace necesario alargar los recorridos de buses y automóviles, con todos los costos económicos, sociales y ambientales que eso genera. Sin duda que Trivelli ha sabido servir a los señores del dinero, pero nunca supo servir a la ciudadanía».

Pero Trivelli procura creer su guión y, sobre todo, convencer al mundo que en verdad se cree el libreto. Sólo que el relato de Marcelo Trivelli ocurre del otro lado del espejo; del lado de Alicia. Pertenece a un mundo irreal, un mundo imaginario, un mundo, en fin, que no necesita verificar sus caminos de realización, a diferencia del pensamiento utópico. De otro modo no se entienden afirmaciones como la siguiente: «La gente me ha dicho que quiere que avancemos más rápido y que quiere verme en La Moneda». O, como esta: «Yo gané la alcaldía de Santiago sin competir; todos decían que debí haber sido el alcalde de Santiago, y claro, eso se terminó. Esta es una opción en miras del 2009, y creo que vamos a salir ganadores». O quizá como esta otra: «Yo le gané a Joaquín Lavín y, por lo tanto, creo que puedo derrotar a Piñera».

Nada de esto ha ocurrido en el mundo real. Ni la gente se ha pronunciado en plebiscito alguno. Ni Trivelli es alcalde. Ni le ha ganado a Lavín. Y lo de Piñera, está por verse.



Presidencialismo a la chilena

Rodolfo Fortunatti

Sarkozy ha conquistado cerca del 40 por ciento de los votos en las elecciones parlamentarias del domingo. Los socialistas quedaron rezagados al 25 por ciento de los sufragios, mientras que el centrista Francois Bayrou, que en la primera vuelta presidencial había capturado el 18 por ciento de las preferencias, esta vez apenas consiguió el 7 por ciento. Con este apabullante triunfo, el neoliberal Sarkozy podría lograr 400 de los 570 escaños de la asamblea francesa, entretanto la segunda fuerza más importante, los socialistas, acaso consiga unos 100 asientos, seguida a gran distancia por comunistas, verdes y ultraderechistas.

¿Qué es lo más significativo de los comicios franceses? Pues que todos los observadores ven en ellos la firme voluntad popular de granjearle una sólida mayoría al gobierno de Sarkozy, para, de este modo, asegurar las reformas estructurales. Eso mismo ocurrió en Chile hace un poco más de un año, cuando el país eligió a Michelle Bachelet y la blindó con una clara mayoría en la Cámara de Diputados y, por primera vez, también en el Senado. Sólo que, no obstante este amplio respaldo, desde entonces la Presidenta Bachelet ha operado dos cambios de gabinete. El primero, a escasos dos meses de haber asumido.

¿Qué hace la diferencia? Veamos: mientras en Francia impera un régimen semipresidencial, en Chile —desde 1925 y fortalecido sucesivamente—, tenemos un presidencialismo que no garantiza la estabilidad del gobierno y tampoco la continuidad de las coaliciones. En Francia, el Presidente es elegido por cinco años y puede ser reelegido en forma indefinida, mientras que en Chile el mandato presidencial dura cuatro años sin reelección. Al igual que en Chile, las facultades del presidente francés comportan la convocatoria a referéndum, la disolución del Parlamento, y la conducción de la política internacional y de las Fuerzas Armadas. En Francia, sin embargo, existe la figura del primer Ministro que responde de sus actos ante el Congreso, y en él recae la responsabilidad de formar gobierno. Esto permite renovar el gabinete de ministros una vez agotado un ciclo político, o sea, cuando se producen fugas de lealtades parlamentarias, cuando decae la popularidad del Presidente, y se hace necesario reajustar el pacto inicial de gobernabilidad con los partidos concertados.

La Concertación —incluso más que las administraciones de derecha durante los últimos cincuenta años— ha sido capaz de asegurar estabilidad. En gran medida porque se constituyó en una alianza preelectoral que acortó la distancia ideológica entre los grandes e históricos partidos que la integran, pasando de una docena de colectividades a las actuales cuatro con representación parlamentaria, sin desechar el aporte de la colectividad más pequeña, y conservando la mayoría en la Cámara de Diputados y en el Senado. Hoy por hoy, estas características no son suficiente garantía de estabilidad y gobernabilidad.

Las fuertes tendencias hacia la individuación, la fragmentación de la sociedad civil, las enormes diferencias de clases, de estilos, de poder y de prestigio, y de ingresos, la escasa participación política, son todos síntomas de un cambio cultural que no ha encontrado respuesta en la coalición. Por eso cobran relieve las verdaderas relaciones de fuerza predominantes en un régimen presidencial como el chileno. La popularidad del Presidente de la República comienza a desgastarse desde el momento que asume. Luego, se ve obligado a concluir su mandato con los mismos parlamentarios que le mezquinan el apoyo. Como no hay reelección, entonces se desatan las luchas por la conducción de los partidos, y por la sucesión presidencial, generando así una constante inestabilidad. Los tiempos institucionales resultan tan rígidos —como que se eligen Presidente y congresales cada cuatro años, y simultáneamente—, que la única manera de sobrellevar las crisis, es mediante ajustes sucesivos de gabinete. Mas, como no es posible convocar a elecciones anticipadas, tampoco es posible castigar a los tránsfugas... Todo un paraíso para los díscolos.

El presidencialismo a la chilena resulta tan perverso, que sólo puede evitar la parálisis gubernamental bajo el expediente de apelar a la esquiva buena voluntad de los hombres. Sólo un presidencialismo así podía persistir en presencia de otro procedimiento igualmente perverso, como el binominal, que fomenta los pactos por omisión y estimula la lucha entre aliados. Sólo un presidencialismo autóctono, heredero del atávico autoritarismo señorial, podía prevalecer arrebatándole al partido mayoritario su facultad de dirigir la formación del gobierno.