Lo que hay en el discurso de Larraín es
la misma idea de un sistema binominal de equilibrios entre la izquierda y la
derecha aplicada a la judicatura…, reminiscencia de una justicia intervenida
durante diecisiete años por el poder político civil-militar. |
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El ministro de Justicia Hernán Larraín ha hecho afirmaciones de amplias
repercusiones políticas y que, probablemente, acompañarán como una sombra a
su cartera y a la nueva administración hasta el último día de su mandato.
Desde luego, condicionarán el curso que tomará la reforma a la magistratura y
la relación del Ejecutivo con el Poder Judicial y con el Parlamento. Pero,
principalmente, fijarán los términos del debate ideológico acerca del orden
constitucional por el cual los chilenos queremos gobernarnos. |
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El ministro Larraín ha empleado tres expresiones mínimas, desnudas y
emblemáticas para dar cuenta de lo que se propone hacer. Tres nociones que
cobran significado y gravedad a la luz de la historia que las precede y de
las motivaciones ideólogicas y normativas de su exponente. Larraín las ha
vertido ante una audiencia de su partido, la UDI, un espacio privado, según
sus propias palabras, lo que le otorga mayor verosimilitud y credibilidad al
relato. |
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Primero, ha dicho que el sistema de nombramiento de los jueces no es transparente.
Luego, que producto de ello, la mayoría de los jueces es de izquierda, y,
como corolario de lo anterior, que la composición de las Cortes debe ser
«neteada», es decir, igualar sus cuotas. Obviamente, con jueces de derechas,
puesto que previamente ha sostenido que durante 24 años quien ha gobernado y
hecho las designaciones ha sido la izquierda. |
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Lo que hay en el discurso de Larraín es la misma idea de un sistema
binominal de equilibrios entre la izquierda y la derecha aplicada a la
judicatura. Lo suyo es reminiscencia de una justicia intervenida durante
diecisiete años por el poder político civil-militar. Es la reproducción de la
actual configuración del Tribunal Constitucional por el juego de mayorías,
llevado a toda la estructura judicial. Larraín realmente piensa que la
mayoría electoral que le ha permitido conquistar el gobierno, debería verse
reflejada en las futuras nominaciones de jueces. Para él y su partido sería
lo normal en una democracia representativa y en un Estado de derecho paleoliberal
donde lo importante no es la generación como la sujeción de los jueces a la
ley. |
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Sin embargo, en un Estado democrático y constitucional de derecho, la
ideología de Larraín comportaría un atentado a la independencia del poder
judicial. Bajo este prisma, los jueces designados políticamente, que no
obstante deben ofrecer garantías de imparcialidad en la determinación de la
verdad, carecerían de independencia respecto de los otros poderes del Estado
y de los propios poderes que coexisten en la administración de justicia, y no
podrían abrigar pretensiones de legitimidad democrática. |
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Esto es así porque en un Estado democrático y constitucional de derecho,
el juez es garante de derechos que pueden ser vulnerados por el poder
político —especialmente cuando tales derechos, como la salud, la educación o
la previsión, no son exigibles ni justiciables—, y cumple asimismo la
función de subordinar los poderes públicos a la ley mediante controles que
impiden los excesos y discrecionalidades. |
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Aquí el carácter democrático de la judicatura no deriva de decisiones
consensuadas y representativas, ni de la voluntad mayoritaria, sino
precisamente de aquello que no es decidible, o sea, los derechos
fundamentales y la legalidad. Si no existieran estos límites al ejercicio del
poder no podría hablarse del imperio de la Constitución. |
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Por eso el proyecto del ministro Larraín es visto como una amenaza y
representa un parteaguas en el debate constitucional que se avecina. |