Hace
poco más de seis meses, el derrumbe de un taller textil en Bangladesh y las
miles de víctimas que provocó, evidenció ante el mundo la peor cara de la
precariedad laboral: la esclavitud como método productivo legitimado por el
Estado. En pleno Siglo XXI, la reminiscencia de los relatos trágicos de la
revolución industrial —cuando las nociones dogmáticas de persona y derechos
humanos no estaban presentes en el debate político—, persiste aún en nuestra realidad.
Lo
grave, es que casos como el de las costureras bangladesíes ya casi no nos
sorprenden, replicándose en otras áreas del mercado global, fenómeno del cual
Chile no está ajeno. El derrumbe de la mina San José hace tres años, que
mantuvo encerrados en sus profundidades a 33 mineros por 70 días, es paradigmático.
No sólo porque demuestra cómo el empleo precario ha devenido en elemento
estructural de la economía —sin generar ningún cambio legal relevante—, sino
por la tolerancia de la justicia que resolvió la causa como un mero accidente.
Así,
ya no se trata de un crimen de lesa humanidad ejecutado por asociaciones ilícitas,
propio de la economía ‘sommersa’, con tráfico de personas o secuestro de
nacionales. Dos décadas atrás, éstas eran las denuncias ante la ONU, respecto
de la minería clandestina en Bolivia, Brasil y el Congo, o en el rubro textil y
tecnológico en China y la India. Tampoco se reprocha la migración laboral bajo
constante vulneración de checos, polacos y búlgaros que prestan servicios medianamente
calificados en países avanzados como Holanda o Suecia. Al contrario, hoy esta precarización
es condición de rentabilidad y un objetivo de las políticas públicas destinadas
al crecimiento y pleno empleo. Sin duda, un modo abusivo de entender la
libertad de trabajo y la flexibilidad laboral tan recomendadas por el FMI y la
OCDE.
Bangladesh y el retorno del capitalismo
temprano
La
huella de Bangladesh nos retrotrae a los tiempos del capitalismo temprano,
cuando el estado de necesidad de los trabajadores los aguijoneaba a aceptar
condiciones miserables de venta de mano de obra. Ese modelo de explotación industrial
usado por los colonizadores anglosajones —denunciado por Marx y por la
Encíclica Rerum Novarum (1891) —, donde los riesgos eran de cuenta del
trabajador y ni el empleador ni el Estado se hacían responsables de sus
derechos fundamentales, se ha reinstaurado. Se trata de ‘la economía política
de la precariedad’ —como le ha llamado la OIT—, que con distintos niveles de
erosión de las políticas sociales de protección del trabajador, acepta la
precarización del empleo como parte de su estructura macroeconómica.
Lo
paradójico es que mientras las sociedades se enriquecen, la inversión real
desaparece, pues el crecimiento es financiero y no productivo, y la brecha de
desigualdad y concentración de la riqueza aumenta. Esa es la realidad de países
como Chile, Irlanda, Singapur o Vietnam, todos con modelos económicos idénticos,
alabados por su liberalización y competitividad post década del 90, pero donde los
sueldos de los trabajadores más pobres no experimentan aumentos reales y el
acceso a bienes se logra sólo a través del microcrédito. Aquí la precarización
se torna un estado permanente y no de transición, como debiera ser para países
desarrollados. Por ejemplo, si antes miles de chinos construían las líneas
férreas de las colonias inglesas, ahora —en sede nacional— ensamblan carcasas
de modernísimos celulares norteamericanos bajo el mismo sistema esclavo de hace
dos siglos.
Desde
esta perspectiva, el drama de Bangladesh, es haber seguido las directrices del
FMI, abandonando la agricultura y la industria productiva para centrarse en la exportación
de ropa y el trabajo a maquila. Así fue que alcanzó el ideal de la gran industria
de la moda: la conjunción del ‘low cost’ (bajísimo costo) y el ‘prestige’
(prestigio). Es decir, confección de calidad para marcas extranjeras, que imita
el trabajo de alta costura, en manos de finas bordadoras, pero a precio de
supermercado y financiable en su compra a través del crédito. Esta reducción de
costes se logra sometiendo a los trabajadores a largas jornadas sin incentivos
ni pago de horas extras, con nulas medidas de seguridad e higiene, además de
restricciones ilegales a sus derechos laborales más básicos. Una ventaja
competitiva ilegítima que le ha convertido en el segundo mayor exportador de
vestuario del mundo, detrás de China. Un sector que da trabajo a más del 40% de
la población activa, dentro del cual el 80% son mujeres menores de 30 años, y
que reciben el sueldo mínimo más bajo del mundo: 28 euros mensuales que fueron
aumentados a 35 tras la tragedia. Dicha maquinaria de explotación posee un PIB
que se expande a un nivel superior al 6%, es decir unos 15.000 millones de
euros que reditúan a polémicas sociedades de inversiones controladas por
parlamentarios y políticos locales.
Medio
año después del derrumbe del Rana Plaza en las afueras de Dacca, el paraíso de
la ropa ‘trendy’ —la misma que repleta las vitrinas de las tiendas que en Chile
causan furor con la idea del ‘masstige’ (prestigio y exclusividad para las
masas)—, la cifra final de muertos alcanza a 1130 personas, mientras los
heridos llegan a 2438, cientos de ellos mutilados y sin posibilidad de
rehabilitación.
La
precariedad chilena confundida con flexibilidad
En
Chile, la huella de Bangladesh, excede el ámbito de comercialización del
vestuario y alcanza a todo el mercado laboral. Precisamente, la temporada de Navidad
es la de mayor exhibicionismo del empleo precario confundido con flexibilidad.
Los centros comerciales se llenan de promotores y vendedores captados por
empresas de ‘enganche’ que, sin control de riesgos, les obligan a permanecer de
pie toda la jornada y restringen el uso de servicios higiénicos, transformando
en ilusoria la humilde Ley de Silla de 1906.
La flexibilidad horaria del trabajo, que tanto se
recomienda, es un mecanismo jurídico que nada tiene que ver con la liberalidad
de aplicar causales de despido, con la carencia de contrato de trabajo, la
negativa del empleador a pagar las cotizaciones de salud y previsión, o los
apremios contra la sindicalización. Es así que subcontratación, inestabilidad,
desprotección e informalidad definen parte importante del mercado del trabajo
chileno.
Según la Fundación Sol, sólo el 39% de los ocupados
tiene empleo protegido, es decir contrato de trabajo cumplido a cabalidad por
el empleador. Por su parte, el gobierno ha reconocido que el 45,5% de los
825.840 empleos creados desde el 2010 son tercerizados, es decir, subcontratados
con mínimas protecciones. Además, a nivel nacional conforme a la encuesta Casen
del 2011, el 50% de los trabajadores gana menos de $ 251.620 y son ellos quienes
ubican al país en el tercer lugar del ‘ranking’ de la OCDE de las naciones con
mayores jornadas, superando las dos mil horas anuales.
En octubre pasado, el secretario general de la
OCDE estuvo en nuestro país recalcando que era necesaria mayor flexibilidad
laboral dado el crecimiento a la baja proyectado para Chile. El punto es que
las políticas de austeridad y empleo, disfrazadas de flexibilidad, ya no son tolerables.
Ha emergido una nueva cuestión social con una ciudadanía más educada que exige
un debate profundo sobre la desigualdad y el ejercicio de sus derechos. Será
tarea del Parlamento y del próximo Gobierno proponer una nueva estrategia de
desarrollo que erradique la huella de Bangladesh en Chile.