Belisario Velasco
Hágase lo que se haga, parece que nada consiguiera mejorar
la sintonía de la Nueva Mayoría. Se han ensayado cambios de gabinete, ajustes
programáticos y, últimamente, un cónclave que buscaba conciliar las
diferencias. Pero los esfuerzos han resultado infructuosos. No bien se pone en
marcha un nuevo ejercicio de restablecimiento de confianzas, y ya se activa el
virus del conflicto y la división. Saltan a la luz pública declaraciones
disonantes y altisonantes que, por lo general, no han sido planteadas en los
foros que corresponde, ni sus titulares representan necesariamente las
legítimas vocerías. Es cuando se hace sentir la incertidumbre y el
desconcierto.
Aunque en el último tiempo esta práctica se ha vuelto
persistente, acompaña al gobierno desde su instalación en marzo de 2014. Pero
sus causas son anteriores. Obedecen a la pesada sombra de las dos almas de la
Concertación que se proyecta sobre el corazón de la Nueva Mayoría. Es la
reedición de la vieja pugna entre autocomplacientes y autoflagelantes, superada
y sepultada en el pasado: primero, porque a la derecha, sector que aspiraba a
gobernar al menos ocho años, el país sólo le dio una breve administración de
cuatro años; segundo, por la nueva etapa que inauguraron las movilizaciones
sociales de 2011, capaces de desnudar la crisis de representación que padecía
nuestra democracia; y, tercero, por el aplastante triunfo de la presidenta
Bachelet y de su propuesta de reformas profundas que, ni sus más acérrimos
detractores se han atrevido a deslegitimar.
Esto se tradujo en un cambio del discurso político que
convirtió en rémoras del pasado el consenso de Washington, la democracia de los
acuerdos, la fiebre anticomunista y, naturalmente, a sus propios heraldos.
Hoy esas dos almas quisieran reencarnarse en los dos términos del binomio realismo sin renuncia con que ha sido bautizada la segunda etapa del gobierno: «los realistas», partidarios de reformas moderadas por los consensos con la derecha, y «los que no renuncian al programa» amparados en la mayoría conquistada en las urnas. Pero no existe tal dilema, si bien desde el comienzo del gobierno se ha buscado recrear dicha pugna.
Aún resuenan expresiones tales como frenesí legislativo,
amenaza de estatización de la educación, derecho a introducir matices políticos,
imputaciones hegemónicas a la izquierda, fecha de caducidad de la coalición y
desacralización del programa, vertidas durante los primeros seis meses para
moderar la celeridad y profundidad del programa. Y así fue como palabras
sacaron palabras. Pero, a pesar suyo, y de los conflictos abiertos, todavía en
septiembre del año pasado las reformas del gobierno concitaban adhesión y la
Presidenta declaraba estar dispuesta a sacrificar su popularidad por el éxito
del programa. Para entonces había estallado Penta y sus esquirlas, unidas a los
casos Caval, Soquimich y otros, empezaban a impactar a toda la clase política.
Se acusa a la Nueva Mayoría de voluntarismo por no haber
previsto el escenario económico. ¿Realmente la coalición no previó este riesgo?
Olvidan, especialmente quienes gustan de la política líquida, de compromisos y
memorias flexibles, volubles e inestables, que desde 2012, durante las
primarias y en la elección presidencial de 2013, la economía ya mostraba signos
de desaceleración, como más tarde lo confirmarían los ministros de Economía y
de Hacienda, Luis Felipe Céspedes y Alberto Arenas. Por consiguiente, la marcha
de la economía, esgrimida como el gran condicionante de las reformas, no pudo
haber estado ausente en el diagnóstico, menos aún en quienes colaboraron en el programa de
gobierno para convertirse, luego, en sus principales detractores. Tampoco
pudieron haber ignorado el funcionamiento del Estado quienes durante décadas
contribuyeron a su modernización.
Este modo de entender las cosas sólo podía conducir a una
suerte de profecía auto-cumplida, donde la predicción de la crisis es la
causante de provocar la crisis: como las reformas están mal formuladas,
entonces freno las reformas y, luego, denuncio su fracaso.
El problema no es sólo económico, sino también político, y
tiene dos aristas que deben ser limadas con urgencia. Por una parte, frente a
la ausencia de una oposición fuerte y empoderada de su rol —y nunca la derecha
había estado más débil que ahora— éste ha sido asumido por sectores liberales y
conservadores que operan en el seno del gobierno y de su coalición dificultando
la cohesión orgánica y la eficacia estratégica del conglomerado. Y por otra
parte, los hechos de corrupción que desde septiembre vienen involucrando
también a personeros oficialistas y cuya erradicación ha seguido cauces
puramente judiciales, ha generado un estado de malestar y de desmovilización
que se manifiesta en los más bajos índices de apoyo a las autoridades, a los
partidos políticos y a las instituciones.
La presidenta Bachelet se impuso con el 62 por ciento de los
votos. Estos constituyen casi dos tercios del respaldo ciudadano a un programa
de transformaciones que prometía educación pública, gratuita y de calidad, una
reforma tributaria que la financiara, y unas leyes laborales que garantizaran
el mayor equilibrio de las relaciones entre capital y trabajo.
Dicho programa fue refrendado en forma abrumadora en las
primarias de 2013, y después fue respaldado por todos los partidos de la Nueva
Mayoría, y por aquellos que, como Fuerza Pública, terminaron alineándose con la
oposición. Desde entonces no ha habido una elección popular que cambie la
adhesión al programa constituido en mandato del gobierno y de los partidos
oficialistas. No podemos ser los Donald Trump de la política chilena, que ante
cualquier obstáculo inventa una fórmula mágica.
Corrigiendo sus imperfecciones, como lo está haciendo el
Ejecutivo, procede acatar el compromiso asumido con el programa de gobierno,
pues expresa el anhelo de los sectores más desprotegidos y vulnerables de
nuestro país. Quienes durante dos años hemos defendido este programa —y la
coalición y el gobierno que lo hacen posible— pensamos que es la salida
política a situaciones prerevolucionarias no exentas de violencia, como aquellas
que incuban la frustración y la desconfianza colectivas. Por eso, entendemos
que renunciar a este programa significaría abdicar un mandato legítimo y
renunciar a ofrecerle un cauce razonable a los conflictos latentes.
En Chile impera un régimen presidencial y, a menos que
reformemos la Constitución, los titulares de Interior y Hacienda, excelentes
secretarios de Estado, no detentan el cargo de Primer Ministro jefe del
Ejecutivo. Ambos están subordinados a la jerarquía y autoridad de la Presidenta
de la República en quien descansa la función de fijar la gradualidad, prioridad
y oportunidad de la gestión gubernamental. Nadie, sino al precio de fuertes
desajustes, puede tomar el atajo de utilizar a los jefes de cartera para
imponer sus objetivos.
Desde luego, las diferencias de fondo no serán resueltas
durante este gobierno. Nadie puede pretenderlo. Pero en la medida que la
oposición se fortalezca, ojalá en torno a fuerzas renovadas, los grupos
vicarios perderán vigor en la centroizquierda permitiendo que se proyecte como
una alianza sólida y estable. Mientras tanto, tenemos el deber de afianzar la
gobernabilidad democrática indispensable a una coalición que aún tiene mucho
que aportar al país.