La agresión contra Michelle Bachelet es un medio a través del cual se ha buscado humillarla, pero es también un medio para conseguir un fin político que va más allá de la humillación y fragmentación de la integridad personal de la ofendida.
Más
que la democracia, es la libertad la que se pierde con las agresiones
físicas y verbales que desde hace algún tiempo vienen crispando el
ambiente político. Las hemos visto en el comportamiento de ministros,
parlamentarios, intendentes y dirigentes de partidos. Lo peor es que su
ejemplo empieza a ser emulado en toda la escala social, destruyendo
valores intangibles que han perdurado rescatados con no poco sufrimiento
de un pasado de intolerancia, oscuridad y violencia. Es el desenfado,
esa conducta que, de irreverente pasa a ser insolente, a menudo se
expresa con descaro, a veces roza la impudicia, pero siempre asoma como
una manifestación del ánimo. El desenfado supone viveza, prontitud,
resolución y cierta especie de violencia.
Cuando
Elías Sanhueza escupe a Michelle Bachelet, la degrada a ella, la
desprecia a ella, la desconoce a ella, la desprovee a ella de humanidad,
pero también se envilece a sí mismo y a la sociedad de la cual forma
parte, pues somos libres en la misma medida que consideramos y
reconocemos al otro. Cuando escupimos al otro, somos «nos otros»
quienes nos escupimos, nos rebajamos y nos deshumanizamos. Somos más
libres y hacemos más libres a los demás, cuando asumimos la condición
del otro, y la hacemos parte de nuestra propia identidad personal. Por
el contrario, nos hacemos esclavos y esclavistas, cuando negamos a los
otros.
La
de Sanhueza, el estudiante de antropología —elocuente paradoja de quien
se especializa en cultura y humanidad— es una violencia personal y
social. La agresión contra Bachelet es, primero, un medio a través del
cual el universitario ha buscado humillarla. Al escupirla ha querido
herir la dignidad personal de la ex mandataria. Pero,
seguidamente, su agresión es un medio para conseguir un fin político, un
propósito que va más allá de la humillación y fragmentación de la
integridad personal de la ofendida. Sanhueza declara: «No me arrepiento, bien merecido lo tenía. Desde el 2006 que esta señora está mintiéndole a la gente». El alumno de la Universidad de Tarapacá, se ha valido así de Michelle Bachelet para convertirse en un ícono más del desenfado.
Él
actúa ante las cámaras fotográficas y de televisión, ante los
periodistas y las comitivas que acompañan a la ex Presidenta. El suyo es
un acto premeditado. Sabe que podría ser reducido y reprimido, como en
la práctica lo fue. Pero ha calculado este costo en sus previsiones, y
podría ser bastante bajo comparado con los beneficios que le reportará
su exposición mediática. Sanhueza es consciente de que su conducta
impactará en la opinión pública, sea para concitar el repudio, o para
despertar la aceptación y la solidaridad.
Y no se ha equivocado.
La
justificación de su proceder aflora elemental, básica, trivial, en la
voz de José Ancalao, ex vocero de la Federación Mapuche de Estudiantes,
también alumno de Antropología: «Malestar ciudadano le llega en la cara en forma de escupitajo a Bachelet jajajajaja que wena!» El
twittero celebra la acción, pero a su vez la convierte en símbolo de un
malestar ciudadano —siempre indefinido e indeterminado— dirigido esta
vez contra Bachelet. En el mundo de Ancalao, que cuenta en twitter a
cerca de doce mil seguidores, este tipo de agresiones es tolerado como
el comportamiento normal de los mortales. La agresión es tenida como
recurso igualador; todos pueden emplearla o hacerse víctimas de ella sin
distinciones. «No sé por que se espantan —escribe el otrora aspirante a diputado— a cualquiera le puede llegar un escupitajo de alguien q no nos quiere, ¿porque a ella no? o no es mortal como todos»
Y
es precisamente esta creencia la que revela en toda su magnitud la
distorsión de valores que subyace al juicio. Aquella aceptación de la
violencia como un medio al cual todos tienen igual acceso para imponer
sus convicciones. Sólo que la violencia no nos iguala; con ella siempre
se impone la voluntad del más fuerte. Lo que en verdad nos hace
semejantes es el respeto. El respeto, que es la obligación de tratar al
otro en su mejor dignidad. El respeto, que me ampara frente a la
arbitrariedad de las coacciones y agresiones.
El
principio activo del respeto consiste en no usar jamás a la persona
como instrumento para un fin. Así lo entendieron Immanuel Kant, Hannah
Arendt y, en nuestros días, Paul Ricoeur, soportes morales e
intelectuales de las ciencias de la cultura. El respeto se alza como lo
opuesto de la violencia, ejercicio éste donde las personas son
instrumentalizadas para obtener un fin, con lo que invariablemente se
termina fragmentando al individuo y a la sociedad. En la violencia se
corre siempre el riesgo de que el fin justifique la instrumentalización
de los seres humanos. Por eso, la violencia no puede ser fundamento de
la democracia ni de la convivencia pacífica, si no, todo el edificio de
los derechos humanos se vendría abajo. Es a lo que puede conducirnos el
desenfado llevado al límite de esta especie de violencia tenida como
legítima.