Rodolfo Fortunatti
«La principal forma de
construir una verdadera alianza con otros, es teniendo claridad en el propio
pensamiento y la disposición al encuentro fraterno. Con la identidad
confirmada, conociendo los límites de las diferencias, podemos saber bien hasta
dónde estamos dispuestos a llegar. La unidad del pueblo chileno y la sociedad
justa, deben ser consecuencia de pensamientos, ideales y afectos construidos en
común por sobre las reales diversidades que reconocemos.»
Distinguir para unir, declaración pública de dirigentes
de la Democracia Cristiana, Santiago, octubre de 2014.
La directiva de la Democracia Cristiana ha convocado al Consejo Nacional
con el fin de representarle al Gobierno su malestar frente al «maltrato»
sufrido por la colectividad durante las últimas semanas. La mesa del partido
considera que la responsabilidad de lo ocurrido recae en la Presidenta
Bachelet, quien no habría sabido resolver las disputas entre los aliados de la
Nueva Mayoría. La gestión Walker quisiera ver en Bachelet a un árbitro que la
indemnice por el daño causado, y los términos de esta reparación parecen
traducirse en la disyuntiva simple como amenazante: «o se van ellos, o nos
vamos nosotros».
Es indudable que la sensación de conflictividad al interior del
conglomerado oficialista —superada, sin embargo, con creces por las profundas
divisiones de la centro-derecha—, no puede ser ignorada. Pero es bien cierto
también que ninguna de las denunciadas como las fuentes del conflicto, a saber,
la mención del ministro Undurraga en el caso Penta, las secuelas
recriminatorias contra el embajador Contreras, los «tuiteos» de la
diputada Cariola, las opiniones de los senadores Rossi y Navarro, o las
réplicas del diputado Teillier, tiene su origen en el Gobierno. Podría
afirmarse, incluso, que todos estos roces y sus trayectorias díscolas, escapan
del control gubernamental y de la orbita trazada por el Ejecutivo. Son producto
de choques de poder protagonizados por actores individuales o colectivos con
agendas propias, que no necesariamente representan intereses generales de
partidos, como, por ejemplo, las reconvenciones hechas al Gobierno a nombre de
la Democracia Cristiana, por jefes de bancada, consejeros nacionales y autoridades
políticas.
Frente a este cuadro el Gobierno puede contribuir a mejorar la relación
entre los partidos de la coalición… ¡Qué duda cabe! Pero lo que no puede hacer
es entrar en la esfera de competencia y de responsabilidad de los partidos y de
sus direcciones políticas. Del mismo modo, los partidos no pueden cruzar las
fronteras que delimitan los dominios del Ejecutivo. En esto consiste el arte de
lo posible en materia de gobernabilidad. Pedir lo imposible podrá ser una buena
consigna del Mayo del 68, pero jamás un criterio para la acción política, como
se demostró en el caso del embajador de Chile en Uruguay. Por entonces las
vocerías democratacristianas apelaron a la conciencia del embajador Eduardo
Contreras para que abandonara el cargo. Luego, instaron a la Presidenta de la República
para que renunciara a sus facultades exclusivas sobre la designación de los
embajadores y, cediendo a las presiones, lo removiera de sus funciones. Pero
nada consiguieron. Y la razón es porque fijaron una expectativa carente de
fuerza imperativa. Tras el incidente sólo ha quedado un reconcomio que continúa
contaminando las relaciones entre los aliados.
¿Cuáles son las lecciones que la Democracia Cristiana puede sacar de esta
experiencia? Las siete más importantes son las que se relatan a continuación.
1º / Exponer públicamente las diferencias con el Gobierno,
en lugar de construir acuerdos en las mesas de coordinación y deliberación
política.— El país empieza a percibir a la
Democracia Cristiana como un partido de oposición dentro del gobierno. Una
colectividad que traslada toda diferencia a la arena pública donde la convierte
en una interpelación a la Presidenta y al gabinete de ministros. Son militantes
democratacristianos quienes han imputado tentaciones totalitarias al gobierno.
Son militantes democratacristianos quienes han exigido que el gobierno interceda
en sus peleas. Y todos estos son excesos que no encuentran freno y que, desde
luego, no se corresponden con los innumerables gestos unitarios de Bachelet
hacia la falange. ¿Cuánta reciprocidad es deseable? Si se quiere un patrón de
comparación respecto de la prudencia que los partidos deberían observar en sus
relaciones con el Ejecutivo para asegurar la unidad y la complementación de
esfuerzos, téngase como estándar el gobierno de Patricio Aylwin. Sobre aquel
fondo se confirmaría la distancia que media entre la actual directiva y la
Presidenta Bachelet. Hay quienes explican que esto se debe a que las
diferencias en la Nueva Mayoría son mayores que las habidas en la antigua Concertación,
lo que constituye una especulación sin base en la realidad, si se tiene en
cuenta que la de Aylwin fue la primera administración democrática tras
diecisiete años de dictadura, y de recriminaciones entre las fuerzas de
centroizquierda.
2º / Permitir las fricciones entre el Presidente de la
Cámara de Diputados y la Presidenta de la República a propósito de las
declaraciones del embajador Contreras.— No hay un solo democratacristiano que no haya juzgado desafortunadas las
declaraciones del embajador Eduardo Contreras. Pero no todos los democratacristianos
consideran prudente ni realista haber presionado a la Presidenta Bachelet para
que destituyera al diplomático y, menos aún, que el Poder Ejecutivo fuera
emplazado por otro poder del Estado, cual es el Legislativo, en la persona del
diputado DC Aldo Cornejo. El parlamentario, que paradójicamente funda su
crítica al embajador en el menoscabo que éste ha hecho de su investidura como
representante del Estado ante otro Estado, no repara que su reclamo a la
Presidenta de la República y al Canciller lo hace como titular de la Cámara de
Diputados, cargo que —no obstante ejercer gracias a un acuerdo de los partidos
de la Nueva Mayoría, incluido el Partido Comunista— no le faculta para
intervenir en el manejo de las relaciones exteriores. Cornejo habla para manifestar
públicamente el malestar democratacristiano frente a las declaraciones de Contreras
acerca del papel jugado por el partido en 1973. Hoy algunos democratacristianos
admiten que la razón del malestar del partido con el Gobierno no es el episodio
del embajador.
3º / No poner límites a la acción de los jefes de las
bancadas de diputados y de senadores, aún cuando ésta represente a los
parlamentarios de la colectividad, y arriesgar al partido a los negativos
efectos de sus opiniones personales o mandatadas.— Las bancadas de diputados y de senadores de los
partidos, gozan de autonomía relativa respecto de sus colectividades políticas.
Que esta autonomía sea relativa, significa que no toda la acción parlamentaria
responde a las directrices del partido. Significa que hay cuestiones sobre las
cuales los legisladores toman decisiones libres, ateniéndose a las
orientaciones generales del partido, puesto que ningún órgano partidario puede
estar permanentemente sobre ellos. Significa, por consiguiente, que en todo
momento los congresistas deben ejercer autocontrol y medir las consecuencias
que tendrán sus actos sobre la vida del partido. En esto no puede haber
contradicción —al menos no pública— entre los jefes de las bancadas de diputados
y de senadores y el presidente del partido, porque entonces ocurre lo que ha
sucedido estas semanas: las responsabilidades políticas, tanto de los jefes
como del presidente, se diluyen, y la cuenta termina pagándola la credibilidad
del partido. Es preciso corregir la «parlamentarización» sufrida por la
actividad política en el actual régimen paradójicamente presidencialista.
4º / Tolerar la participación de militantes en Fuerza
Pública y no sancionarlos.— Fuerza Pública es una colectividad
política, con candidato presidencial, programa y recursos. Una colectividad
distinta de la Democracia Cristiana, pero en la que participan militantes de la
Democracia Cristiana. Y si es difícil imaginar a democratacristianos
participando activamente en el PC o en la UDI; no lo es, sin embargo, que
ministros, consejeros regionales o ex candidatos a diputados
democratacristianos dirijan la campaña presidencial de Andrés Velasco, mientras
las instancias regulares del PDC no hagan nada y, aún más, algunos dirigentes, que
en las actuales circunstancias bregan por una mayor disciplina interna,
justifiquen y encomien este tipo de comportamientos. Para fuera, la imagen que
se forma es que cada quien hace lo que quiere en la Democracia Cristiana. Para
dentro, la experiencia es la devaluación de la militancia frente al poder, la
audacia y la inmunidad de unos pocos. ¿Por qué habría de recibir respeto un partido
que no llama al orden a sus militantes? ¿Por qué un militante habría de
defender la unidad interna frente a las agresiones externas en un partido donde
unos son más iguales que otros ante los estatutos?
5º / Permitir y avalar pronunciamientos políticos públicos
del presidente del Tribunal Supremo.— Jorge Correa Sutil, ex subsecretario del Interior, ha venido tomando posición
en diversos temas de la coyuntura. La última fue su opinión sobre los efectos
que tendría la reforma educacional en el cierre de colegios. No existe norma
legal ni estatutaria que prohíba a la máxima autoridad jurisdiccional del
partido pronunciarse sobre la política contingente. Pero si no existe es porque
siempre se ha esperado de la investidura del presidente del máximo tribunal la
imparcialidad que se espera de cualquier juez, árbitro o miembro de la
magistratura. No por nada el Tribunal Supremo es órgano de fiscalización y de
control y, su presidente, ministro de fe de las votaciones de la Junta
Nacional. Cuando Correa se aparta de este requisito y se alinea con determinados
intereses en pugna, entra en la lidia y, con ello, deja de ofrecer garantías de
imparcialidad a todos los democratacristianos. Con ello genera un flanco de
conflicto con la militancia, con el gobierno y con la coalición. Luego, su
comportamiento podrá ser legal, pero no es legítimo.
6º / No someter las decisiones de política a la
deliberación de los órganos de consulta internos, como el Consejo Nacional, las
comisiones político-técnicas, o la comisión de ética.— La Democracia Cristiana poseería la gravitación y
autoridad que le confieren su implantación política en los municipios, en los gobiernos
regionales, en las organizaciones de la sociedad civil y en el Parlamento, si
sus acciones políticas fueran fruto de una amplia y activa democracia
deliberativa. Lo que, en cambio, ha primado ha sido la concentración de la
decisión política en la mesa nacional y, particularmente, en el presidente del
partido. Como correlato, han pasado a ocupar un lugar irrelevante —cuando no
han dejado de mostrar signos vitales— el Congreso Nacional, la Junta Nacional,
el Consejo Nacional, los Frentes Sociales, las comisiones político-técnicas y
las comisiones éticas. De esta manera, las decisiones de política han ido
quedando vaciadas de contenido y de compromiso militante, con lo que se ha ido
perdiendo el control del partido sobre su desempeño estratégico, y se ha ido
debilitando asimismo su cohesión interna. Al final, las disputas que se
ventilan por la prensa pasan a ser sólo escaramuzas de la élite ajenas a la
vida cotidiana de los democratacristianos y a los problemas de la gente. Así,
el presidente del partido se queda solo y expuesto, defendiendo lo que nunca
dejó de pertenecer a su sola voluntad política.
7º / No garantizar los derechos de las minorías, ejerciendo
en forma discrecional el poder de la mayoría.— Se espera que el consejo extraordinario de este lunes
sea el primer paso hacia la conformación de la mesa sucesora de la actual
directiva. Se busca inaugurar el nuevo bloque provocando en el cónclave una
reacción en apariencia corporativa, firme y disciplinada para defender al
partido de los ataques procedentes del oficialismo. Este lunes, en
consecuencia, desaparece formalmente lo que hasta ahora ha sido conocida como
la «disidencia», y emerge una alternativa de continuidad. Pero, sea cual
fuere el resultado que arroje marzo, en la Democracia Cristiana siempre habrá
minorías. Minorías que en el pasado fueron muy respetadas, pero que en el
último tiempo han sido ignoradas y desdeñadas. Y éste es otro de los factores
que explica el trance por el que atraviesa la falange. Se creyó que bastaba
alcanzar la mayoría interna y gobernar prescindiendo de la opinión de las
minorías. Se llegó a espetar que si las minorías querían derechos debían
levantar una alternativa y conquistar la mayoría. ¿Qué ocurrió entonces con las
minorías excluidas? Algunas crearon la «disidencia» y siguieron opinando
a contrapelo de la dirección política que las marginaba de las decisiones. Y,
claro, con ello perdió el partido, porque las minorías existen por una
necesidad de equilibrio. El respeto por las minorías pone freno a la tentación
de la mayoría de concentrar todo el poder en sus manos. El respeto por las
minorías favorece la alternancia en el poder, y cautela el derecho de la
minoría a convertirse en mayoría. El respeto por las minorías estimula la
iniciativa política, permite enmendar las decisiones, y refleja en los órganos
de representación la amplia y compleja gama de intereses sociales.