Rodolfo Fortunatti
Desde la actual mayoría democratacristiana han surgido
voces promoviendo una mesa de consenso. Esto, de cara a las elecciones internas
fijadas para el mes de marzo del próximo año.
En la colectividad siempre se ha entendido por mesa de
consenso al consentimiento de todas las fracciones internas en torno a una
directiva pluralista, amplia e integradora. Un ideal que, sin embargo, nunca se
ha realizado, pues regularmente ―desde
que desapareció la pequeña y comunitaria Falange Nacional―, lo que aquí se llama
consenso, en verdad corresponde a la formación de una mayoría representativa de
las fuerzas que se expresan en la Junta Nacional. En consecuencia, ni todos los
sectores concurren al consenso, ni todos los militantes se pronuncian sobre el
consenso, que sólo puede ser generado en este órgano, y no a través de una
elección directa, donde debería primar el principio de un camarada, un voto.
Usualmente quien ofrece el consenso (bien investido
de la virtuosa unidad interna tenida por imperativa ante amenazas ciertas o
aparentes) es quien ha perdido o desgastado su ascendiente, que sólo puede recuperar
y prolongar mediante el expediente de una nueva alianza.
Nada de esto es reprochable. El lenguaje político está
hecho de tergiversaciones que enmascaran los genuinos propósitos de los actores, y
de revelaciones que los descubren y muestran a la luz pública. Este intercambio
dialéctico incluso puede ser beneficioso para los interlocutores.
El problema es que, hoy por hoy, el consenso no es una
alternativa para la Democracia Cristiana. Y no lo es porque, después de
la crisis del MAPU de 1969, nunca las visiones políticas, ideológicas y estratégicas
del partido estuvieron más confrontadas que ahora. No obstante, se afirma que el
fundamento para ese consenso emanaría del voto político aprobado en la última junta
nacional. Hay que decirlo con claridad: en esa asamblea se aprobaron por unanimidad dos
votos políticos, paradójica y obviamente no consensuales. Uno presentado por Ignacio Walker,
y respaldado por Gutenberg Martínez, Jorge
Pizarro y Aldo Cornejo, y otro defendido por Mariano Ruiz-Esquide y Belisario Velasco.
Lo crucial de la brecha abierta en aquella junta, y reflejada en los votos políticos aprobados, es que el
punto de fricción no fue sino el que precisamente se alza como bandera del consenso, o sea, el de la identidad del partido, mismo punto que ha sido puesto de relieve en la controversia pública que les sucedió y que es replicada día
a día en las conversaciones de las bases militantes del partido.
Estas diferencias no se resuelven al modo de un collage,
mezclando materiales diversos, como resultaría siendo en la práctica este
consenso «con horizonte estratégico».
Porque la pregunta que surge entonces, luego de la evaporación del Plan
Estratégico que ya pocos invocan, es ¿en qué consiste este horizonte estratégico? ¿Quiénes definen dicho
horizonte?
Las cosas han tomado otro curso. Más bien lo que se requiere es procesar, decantar y zanjar las
contradicciones. Lo que se necesita es un acto conciliar que fije los nuevos
términos del entendimiento democratacristiano. Y, después, vengan todos los
consensos deseables que, no lo olvidemos, son consensos para algo tan concreto
como es darle conducción al partido en los próximos dos años; no para asomarlo
al nuevo orden temporal de inspiración cristiana.
Este hecho conciliar puede serlo el VI Congreso de la DC, a
condición que: a) cobre la jerarquía y trascendencia, que no ha tenido hasta
hoy, en las máximas instancias de la colectividad; b) se realice con anterioridad
a la elección de la mesa nacional; y c) se realice con anterioridad a la junta
nacional que habrá de ratificar la elección o, en subsidio, proceder a la
elección de la nueva mesa. Sólo así todo el partido quedará comprometido en la
nueva etapa que se busca inaugurar y, sólo así, la conducción partidaria
recuperará su legitimidad de ejercicio. Pero, consenso, por ahora, no, gracias.