Rodolfo Fortunatti
El 7 de
febrero marca el punto de partida de la política pública de combate a la covid-19.
Ese día se decretó, con toma de razón de la Contraloría, una alerta sanitaria
en todo el país que otorgaba facultades excepcionales al Ejecutivo para
contratar personal y comprar insumos médicos.
Desde
entonces han transcurrido más de tres meses, quince semanas exactamente, de
crecientes barreras de acceso a la alimentación que se inician con los despidos,
la suspensión de las clases y la reducción de los presupuestos familiares, el
toque de queda y los controles al desplazamiento de las personas. Vendrán luego
las cuarentenas selectivas, que obligan al cierre del pequeño comercio y
prohíben las actividades económicas de subsistencia. Y las cuarentenas totales,
que ponen la nota alta. La vigilancia es total y, en las zonas más deprimidas,
empuja a la desesperación. «La gente
llora porque no tiene qué comer», testimonia el alcalde de La Granja. Recordemos
que los niños están confinados en sus hogares y necesitan comer. Pero hay
quienes en su pureza doctrinaria dudan que esto sea cierto.
Aunque la
inflación de marzo y abril es prácticamente nula, lo es precisamente porque
bajaron las ventas y los precios de cosas ―como el transporte y el vestuario― cuyo consumo fue
inhibido por la pandemia. Aquí la inflación de los pobres es siempre el uno por
ciento más alta que la de los ricos. Tras los promedios se esconde la cruda estrechez
doméstica de los sectores populares.
51 de los 76
alimentos y bebidas que concurren al cálculo del indicador ―entre ellos el
pan, las hortalizas, las legumbres y las papas― han elevado sus precios. Si a
principios de año un kilo de pan costaba 1.500 pesos, luego, un kilo de pan al
día por familia equivalía a 45 mil pesos mensuales. Si desde entonces el precio
ha subido un 4%, significa que con la misma plata aquella familia compra un
kilo menos de pan al mes por puro efecto inflacionario.
Y quizá para
ese hogar el alza del costo de la vida es aún mayor que la registrada por el
IPC. La Comisión Económica para América Latina ha llamado la atención sobre los
errores de medición que podrían estar distorsionando la correcta elaboración de
la tasa de inflación, especialmente en la detección de precios de los productos
de primera necesidad que consume la población más vulnerable de la subregión. No
olvidemos que el IPC es una encuesta de mercado. Cuando los encuestadores no consiguen los
precios, por el cierre de los locales comerciales o por las propias
limitaciones a su movilidad, los datos faltantes se imputan discrecionalmente al
producto, y estos datos imputados pueden llegar a representar hasta el 40 por
ciento de la muestra.
Dicho
esto, la preocupación de la CEPAL debe ser tomada muy en serio, pues, en base a
esta información se calcula el valor de la canasta básica de alimentos y se trazan
las líneas de pobreza y de pobreza extrema que justifican la asignación del
gasto social público en Chile. En otras palabras, en función de esta operación
se decide quién es pobre y quien no lo es, quien tiene y quien no tiene derecho
a la seguridad alimentaria bajo una Constitución que no consagra explícitamente
los derechos fundamentales de la persona humana.
Hoy la Subsecretaría de Evaluación Social fija el valor mensual de la
canasta básica de alimentos por persona en 46 mil pesos. Asimismo, clasifica
como persona en situación de pobreza a aquella que percibe ingresos mensuales
inferiores a 171 mil pesos, y como persona en extrema pobreza a aquella con
ingresos por debajo de los 114 mil pesos. De este modo, un hogar de diez
personas con un ingreso inferior a 857 mil pesos se halla en la pobreza, y uno
de igual número de miembros, pero cuyos ingresos no alcanzan a 571 mil pesos,
se encuentra en la pobreza extrema. Por eso, el Ingreso Familiar de Emergencia
impuesto por el Ejecutivo y que empezará a pagarse a fines de mayo, resulta
exiguo y tardío, como los dos millones y medio de cajas de ayuda. En junio, la gente
que llora porque no tiene qué comer, percibirá 65 mil pesos, en julio 55 mil, y
en agosto, en el momento más crudo de la crisis, 45 mil pesos. Esto es menos de
lo que teóricamente se necesita para comprar una canasta básica de alimentos.
El Colegio
de Nutricionistas y algunos alcaldes se han pronunciado a favor de regular el
precio del carrito de alimentos esenciales. No es algo fácil de emprender en un
mercado oligopólico como el nuestro, y Cencosud es el ejemplo más candente. La última
palabra no parece estar en el Ministerio de Economía, sino en la cartera que
postuló hacer de Chile una potencia agroalimentaria y donde precisamente está
radicada la seguridad alimentaria de diecinueve millones de chilenos y chilenas.
Esto es Agricultura.
La voz de los que sobran
La voz de los que sobran