Rodolfo Fortunatti
El 27 de diciembre de 2019 un médico chino concluía
que la covid-19 era infecciosa, y ya el 3 de enero China sabía que la epidemia
era parecida al brote de SARS de 2002-2003. El 5 de enero la Organización
Mundial de la Salud, OMS, dirigida por el etíope Tedros Adhanom Ghebreyesus,
juzgaba una reacción exagerada que Taiwán y Hong Kong empezaran a controlar la
temperatura en los aeropuertos, y el 12 de enero anunciaba que la enfermedad no
se transmitía de persona a persona, pero el 20 de enero, en la zona cero de
Wuhan, confirmaba la presencia de 16 trabajadores infectados. Luego se opuso
persistentemente a los controles de tráfico internacional. Y todavía en el mes
de marzo el organismo desaconsejó el uso de mascarillas que, recién en abril,
se vino a imponer a la población de Chile.
Siguiendo
este comportamiento
temerario, errático y extemporáneo de la OMS, el gobierno de
Sebastián Piñera tardó 77 días en decretar el estado de excepción
constitucional de catástrofe, y solo después de que los principales actores
políticos y sociales se lo exigieran de viva voz.
Ahora la creencia de que la covid-19 era una
enfermedad nueva y, por lo tanto, de efectos inevitables, se alza como escudo
protector para amparar la negligencia del único facultado ―porque detenta la
suprema autoridad sanitaria― y con capacidad para organizar la acción colectiva
de diecinueve millones de habitantes: el Gobierno.
En esta imputación de responsabilidades y deberes no
hay paliativos morales, ni siquiera atenuantes científicos. Por el contrario, la
falsa actitud de humildad, y no por ello menos banal, del «simplemente, no sé» con que cierta epistemología historicista busca
justificar el récord mundial de contagios que Chile ostenta, solo contribuye a agravar
la culpa. Las inicuas consecuencias humanas, sociales y económicas de la
pandemia, eran evitables. El daño ocasionado pudo haberse impedido y el
sufrimiento aliviado.
Desautorizar las advertencias que hicieron médicos y
especialistas, con la falacia ad hominem
de convertirlas en ficciones de cerebros
mágicos o en especulaciones motivadas por agendas propias, es escamotear el hecho crucial de que la covid-19
no pertenece a la especie de fenómenos altamente improbables que causan
sorpresa, gran impacto y que, tras su ocurrencia, son asumidos como predecibles
por el observador. La pandemia de cólera de 1886 mató a cerca de 40 mil personas, lo mismo que la gripe española de 1918, mientras que en la influenza de 1957 murieron 20 mil ancianos y niños, y en todas ellas la autoridad
activó fuertes medidas de protección y de distanciamiento social. Estos trágicos
recuerdos perduran en la memoria de la salud pública chilena. Por eso, cuando
el Colegio Médico recomendó en marzo la cuarentena total, lo hacía con
conocimiento de causa y ponderación, a diferencia de Juvenal, el poeta romano
de principios de la era cristiana que, comparando a la esposa perfecta con la
presencia de un cisne negro, hasta entonces desconocido, escribió la clásica
sátira «rara avis in terris, nigro quae
simillima cygno», «un ave rara en la
tierra, y muy parecida a un cisne negro».
En Palacio hasta hoy se ha querido acreditar la teoría
del cisne negro, cuya aplicación a la actual coyuntura su propio autor, Nassim
Nicholas Taleb, ha refutado por no ajustarse a la naturaleza atípica y sin
precedentes que se le atribuye a la pandemia. La afirmación general del
epistemólogo libanés es que, si bien no sabemos todo sobre la covid-19,
precisamente por carecer siempre de suficiente información para tomar
decisiones, debemos recurrir a las mejores metodologías de cálculo y control de
riesgos.
El pensamiento zahorí
No se puede calcular todo tipo de riesgos, escribió en
1921 el economista de la Escuela de Chicago, Frank Knight. Y tenía razón. Hay
un riesgo inconmensurable que escapa a la previsión científica, y que, en honor
al autor del hallazgo, se conoce como la incertidumbre knightiana. No es este
el caso. Porque, incluso admitiendo que la pandemia y sus secuelas sean
impredecibles, sobre todo a partir del relajamiento de los controles sanitarios
provocado por los planes gubernamentales de Nueva Normalidad y Retorno Seguro, todavía
sus riesgos políticos, sociales y económicos siguen siendo controlables.
Es cuestión de abrir las páginas internacionales para
encontrarse con una abundante oferta de prospecciones acerca del destino de
Europa, de la OCDE, de China y del orden económico mundial. Se sorprenderían
nuestros emprendedores nativos al ver la propuesta de la Confederación de
Empresas Suecas, Qué Plan de Recuperación para Europa como resultado de las
necesidades de covid-19. Nada de autoflagelante, no obstante anticipar quiebras
generalizadas y cierres de negocios, mayores tasas de desempleo, menores impuestos,
finanzas públicas estresadas y eventuales brotes de proteccionismo; pero
tampoco nada de autocomplaciente, aunque apueste por un plan claro, ambicioso y
coordinado de recuperación de la Unión Europea para fomentar la inversión,
promover el crecimiento y crear empleo.
¿Y acá en Chile? ¿En qué se está centrando el debate?
Pues, en el rango de la recuperación económica durante el tercer trimestre, o
sea, en la expectativa de que vendrán mejores y no peores tiempos.
Sin embargo, ¿a qué escenario nos quisiera llevar el
pensamiento zahorí del cisne negro y de la incertidumbre knightiana? Primero, a
uno en que se acepte sin matices el credo del «simplemente, no sé» porque, hasta que Willem de Vlamingh descubrió
uno negro, la historia confirmaba la sola existencia de cisnes blancos, y
conceder, cualesquiera fueren sus errores, generosas indulgencias a quienes han
manejado la política sanitaria bajo la regla de la ignorancia. Segundo, a un
tablado donde el mañana es incierto, pero no por la pandemia, sino por haberle
puesto fecha 25 de octubre a un plebiscito constitucional que extiende su manto
de incertidumbre knightiana sobre la recuperación del crecimiento y el
restablecimiento de la paz social, tornando, por consiguiente, imperativo nacional
el advenimiento de un pacto social.
Pactos sociales fueron los acuerdos de La Moncloa para
transitar de la España franquista hacia una democracia representativa,
parlamentaria y con mirada europea. Pactos sociales fueron los acuerdos de Concertación
entre trabajadores y empresarios durante los primeros años de la transición
chilena a la democracia tutelada y semisoberana que nos rige. Pero es evidente
que no estamos en transición; no en el sentido de un cambio desde una tiranía a
un régimen de libertades. Y si no estamos en transición y tampoco estamos
hablando de un acuerdo de mínimos para enfrentar la catástrofe sanitaria y sus
efectos sociales y económicos, entonces el pacto social sugerido es un sucedáneo
del cambio constitucional y de la justicia pendiente por violaciones de los
derechos humanos cometidas con ocasión del estallido social.
Es claro que no hay consenso sobre el contenido del
pacto, que unos quieren para conservar el modelo y, otros, para fundar una
nueva estrategia de desarrollo que altera las relaciones económicas y
laborales, el régimen de pensiones, la propiedad de las aguas y los recursos
naturales, lo cual está indisolublemente ligado al cambio constitucional y al nuevo
rol del Estado revelado por la pandemia. Y es por eso, y no por otro motivo,
que se recurre al juicio del pueblo soberano expresado en los plebiscitos de
2020 y 2021, cuando se renueve prácticamente toda la estructura institucional
de nuestra democracia representativa.