Rodolfo Fortunatti
Pocas horas después de salir
del Congreso, el Gobierno promulgó la ley que endurece las penas de quienes
infringen las cuarentenas sanitarias impuestas para contener los contagios de
la covid-19. Cuarenta y tres diputados de oposición presentaron un requerimiento
de impugnación ante el Tribunal Constitucional, que éste, sin embargo, declaró
inadmisible.
La nueva ley establece que
quienes incumplan la cuarentena en los términos que ha determinado la autoridad
sanitaria, podrían sufrir penas privativas de libertad de hasta cinco años,
además del pago de una multa que superaría los doce millones y medio de pesos. Se
entiende por transgresiones tanto las que se cometen contra las disposiciones
sanitarias, como las ejecutadas contra las órdenes particulares impartidas por
la autoridad.
La ley tiene su origen en dos
mociones de parlamentarios de Renovación Nacional. Una que agrava las penas de
quienes provoquen la enfermedad y la muerte de la persona que contagien, y la
otra que impide conmutar la pena de cárcel por una multa, y le impone ambas sanciones
al infractor.
La enmienda al Código Penal es un retroceso moral, institucional y político de nuestra semi-soberana y tutelada
democracia representativa. Pone de relieve la pérdida de conexión del Congreso
con la dura realidad que está viviendo el país, y, en este letal y gris invierno
que cae sobre Santiago, es otro balde de agua fría sobre las espaldas de los sectores
populares y vulnerables.
En un manejo de la pandemia
donde no existe la trazabilidad, es decir, la huella que va dejando la enfermedad
a medida que se propaga, todos somos sospechosos de infectarnos y de infectar a
otros. Todos, en consecuencia, somos imputables de enfermar a otros y, en una
racha de mala suerte, de provocar su muerte. ¿Pero cómo determinar quién
infectó a quién? ¿Cómo demostrar que hubo dolo, intención de hacer daño, como afirma
el presidente Piñera, en quienes no respetaron la cuarentena? ¿Cómo llegará la
justicia a una sentencia condenatoria?
Serán los fiscales y jueces los
encargados de inventar el delito y de incriminar al infractor. Para ello habrán
de tener a la vista los extemporáneos parámetros de la reglamentación sanitaria
―porque recordemos que en esta pandemia todo es nuevo y todo queda obsoleto―, e
interpretar las órdenes particulares impartidas por la autoridad, desde aquella
que recomendaba no usar mascarillas hasta aquella otra que obligó a portarlas,
desde autorizar reuniones de hasta cincuenta personas hasta prohibir multitudes
de cinco y, desde promover la «nueva normalidad»
y el «retorno seguro» hasta imponer la
pre-hibernación en cierne. Todo lo cual fue normado en el mismo tiempo, en el
mismo espacio y por la misma autoridad competente.
Porque la ley no tipifica
las conductas que castiga, y entonces el criterio de calificación del delito es
facultativo del ministerio público y de la magistratura, lo que profundiza la
brecha de discrecionalidad de la administración de justicia chilena. Prudencia benevolente,
tal vez, como la del fiscal nacional, que en un gesto de conmiseración nos tranquiliza
asegurando que «vamos a evitar a toda
costa que esto signifique un mayor costo para las personas más carenciadas… vamos
a tener en absoluta consideración la situación personal».
Pero ¿acaso de esto se trata
un estado de derecho? ¿Qué seguridad jurídica asiste a aquellas personas
carenciadas, que son precisamente la población objetivo de la persecución y la
opresión de esta ley? La garantía que ofrece el ministro del Interior de que las
infracciones pasadas no serán castigadas con la cárcel ni con las multas
millonarias que dispone la ley promulgada. O sea, ninguna certeza, porque la
ley no describe los delitos a que se aplican las penas y, por lo tanto, el discernimiento
acerca de la conducta delictiva queda suspendido en el aire, a voluntad de
quién le toque calificarla.
Más allá del desorden
epistémico que subyace a la enmienda, ¿qué sociología justifica el
endurecimiento de los controles normativos? Desde luego, no aquella que,
enmascarando sus verdaderos impulsos antipopulares, quiere hacer creer que la
norma fue pensada para corregir a empresarios inescrupulosos que obligan a trabajar
a sus empleados. Pues, si la pandemia se extendió fue porque no se dictó la
cuarentena con oportunidad, y no se hizo porque no se quiso paralizar el
funcionamiento de las empresas. Digamos que la gestión sanitaria ha sido desde
un principio, hasta en sus zonas oscuras, pro-empresa y pro-empresarios.
El sustrato ideológico-normativo
que alimenta la raíz de la ley es uno autoritario, segregador y represivo. Uno
que no puede ver en el comportamiento social de los sectores populares, sino motivaciones
rupturistas, provocadoras e insurrectas. Bajo su lente no existe el apremio por
conseguir el sustento diario, el alivio del dolor, un trámite urgente, una
cuenta impaga o, simplemente, la incomprensión de las incomprensibles reglas
del estado de catástrofe. Es la lógica del poder, que desde los tiempos de
Portales ha sostenido el orden social en Chile. La mecánica del garrote y la
zanahoria, cuadrada, binaria y ur-fascista.
Esta ley, inconstitucional e
ilegítima, se perderá en el tiempo como polvareda y simiente estéril.
20
de junio de 2020.