domingo, 1 de diciembre de 2019

LA BURBUJA DE LA VIEJA GUARDIA DC

Rodolfo Fortunatti




Bajo el título Orden público y paz social: en defensa de la democracia, dieciséis exministros de la Democracia Cristiana se pronuncian sobre la actual crisis. Se trata, sin embargo, y probablemente estimulado por el calor de las luchas de intereses y fuertes disputas ideológicas, de un planteamiento incoherente, extemporáneo y divorciado de la realidad.

Censuran a quienes no se sumaron al acuerdo por una nueva Constitución, pero no reparan que, a la luz de mediciones de opinión, estos sectores de la población representan al menos un tercio del país. Tampoco observan que los mismos dirigentes que lo firmaron todavía muestran insatisfacción con el acuerdo.

Alaban los consensos de la agenda social, pero admiten cuán insuficientes son, y precisamente en torno a lo medular de dicha agenda como son las pensiones e ingresos. No debiéramos olvidar que la mayoría de los exministros frenaron en el pasado, incluso en contra de sus propios gobiernos y alianzas políticas, iniciativas de justicia social tendentes a afianzar la paz y estabilidad de cuya pérdida hoy se lamentan.

Imputan en duros términos, y con un lenguaje propio de los tiempos de la Guerra Fría, a los sectores políticos que no firmaron el acuerdo la responsabilidad política de la violencia. Una acusación sin ningún fundamento, pues la violencia que aluden las ex personalidades es la de los saqueos, la destrucción, el vandalismo y la delincuencia, en los que participan anarcos, narcos, lumpen, delincuentes comunes, es decir, delitos comunes que afectan la seguridad de las personas y que todo el mundo condena. Procuran establecer un nexo entre los partidos y movimientos de izquierda y la violencia organizada, pero admitiendo que ésta aún no ha podido ser identificada y, de este modo, anulando automáticamente dicho nexo. Pero insisten en criminalizar la movilización y las protestas del mundo social organizado al sindicalizarlas como las causantes de los delitos en cuestión. Explícitamente acusan a los movimientos sociales de un “infantilismo revolucionario” (sic) que promueve y activa la violencia generalizada.

En un ya obsesivo anticomunismo, e ignorando la evidencia teórica y práctica acopiada, afirman que quienes se restaron del acuerdo son los mismos de la transición democrática de hace treinta años. Frente a esto habrá que recordarles dos cosas. Primero, que la mayoría de ellos —puros hombres— fueron los autores intelectuales y materiales de aquella transición que nos legó la ilegítima Constitución que nos rige y cuyas consecuencias hoy están a la vista. Segundo, que las formaciones políticas y sociales que se opusieron al acuerdo son nuevas, como jóvenes y mujeres son sus miembros y, por consiguiente, no podrían haber sido nunca los mismos de hace treinta años.

Pero la conducta más temeraria de los ex ministros ocurre cuando instalan un parteaguas, una fisura de arriba abajo, una brecha profunda, entre los buenos y malos democratacristianos. Los buenos, aquellos que aplauden a pie juntillas un acuerdo constitucional hasta ahora impreciso, y aquellos otros que lo cuestionan. Los buenos, aquellos que suscriben sin más la agenda militarista del gobierno, y aquellos que la ven como un retroceso de la democracia y las libertades civiles. Los buenos, los autocomplacientes que bloquearon el “frenesí de reformas”, como calificaron en su día el programa de Michelle Bachelet, y los autoflagelantes, que han venido criticando el modelo económico y el régimen político heredado de la dictadura, causantes del estallido social.

¿Cuáles son las motivaciones de las ex autoridades para formular tal admonición?

La reacción de los ex ministros obedece a un principio básico, cual es, que se aislaron del país y de su evolución moral, política y social. Aislaron sus propias ideas del curso que tomaron las nuevas manifestaciones del pensamiento. Se aislaron de la Democracia Cristiana, de su identidad, de su historia y de su proyecto, y, de este modo, se apartaron de la práctica política cotidiana. Se aislaron del sentido por el cual el país construye su pasado y su presente. Y así, se fueron envolviendo en una burbuja que aún los separa de su propia y fatal realidad: han perdido la gravitación que tuvieron, y ya no tienen trascendencia en el futuro de la política contemporánea.