jueves, 6 de septiembre de 2007

Crimen social

Rodolfo Fortunatti

Por estos días comienza a emplearse con bastante regularidad la expresión crimen social. Se la aplica a hechos de diversa índole. Por ejemplo, al incendio de la discoteca Cromañon ocurrido el 30 de diciembre de 2004 donde perdieron la vida 194 personas. También al bombardeo aéreo del 16 de junio de 1955 sobre Buenos Aires, que arrojó más de 300 muertos. En Chile, a la violencia de Estado que buscó frenar el nacimiento y emancipación del movimiento obrero. Según los historiadores Julio César Jobet y Fernando Pinto, entre 1891 y 1925 habrían perecido víctimas de la represión policial y militar, sobre cinco mil chilenos. Sólo en la Escuela Santa María de Iquique habrían hallado la muerte unas 2000 personas aquel 21 de diciembre de 1907. Más tarde, en la llamada Matanza del Seguro Obrero del 5 de septiembre de 1938, fueron acribillados por tropas gubernamentales más de cincuenta jóvenes nacionalsocialistas. El golpe de Estado de 1973 —y hasta el fin de la dictadura de Pinochet— truncó la vida de más de tres mil personas. Serían todos crímenes sociales.

El uso del asbesto en algunos productos y procesos de producción, tomaría el carácter de crimen social por ser éste un material extraordinariamente dañino para la salud de la población. También admitiría dicho carácter, la tragedia de «El Humo» del 19 de junio de 1945, cuando una explosión en la mina de Sewell mató a 355 trabajadores y dejó a otros 747 heridos. Y lo ocurrido el otoño pasado en Argentina, cuando 32 personas perecieron a consecuencia de una intensa ola de frío. La explicación para calificarlo como crimen social es simple: las autoridades habrían dilapidado los recursos públicos destinados a gas y calefacción al fijar sobreprecios y repartir coimas. El 18 de mayo de 2005, abandonados a los fuertes y fríos vientos cordilleranos, murieron 45 soldados en la localidad chilena de Antuco. ¿Fue éste un crimen social? Si lo fue, las responsabilidades políticas se esfumaron. Pero tampoco nadie las reclamó.

Hay quienes inscriben el magnicidio dentro de la categoría de crímenes sociales. Esto, cuando la ejecución del personero ha sido realizada por un grupo social, como en Fuenteovejuna, de Lope de Vega. — ¿Quién mató al Comendador? —preguntó el juez. ¡Fuenteovejuna, señor! —respondió entonces Pascuala, señalando así a todo el pueblo.

Hay quienes amplían el concepto de crimen social a los ilícitos financieros. Así pues, los certificados negociables de inversión, CENI, emitidos por el Banco Central de Nicaragua, serían constitutivos de crimen social, por entrañar un fraude a miles de poseedores de bonos. Hay otros que están ampliando el conocimiento experto en la materia. Se sabe de la aparición de centros de investigación y estudio especializados en crímenes sociales. Finalmente, hay otros que, lejos de toda pretensión política o intelectual, usan la noción de manera laxa, casi jocosa, como cuando afirman que envejecer sería un crimen social, lo mismo que engordar.

Pero en estricto sentido, ¿a qué llamamos crimen? ¿Y qué vendría a ser un crimen social? La voz latina designa un delito grave. Tal vez una
acción indebida o reprensible. Podría significar matar o herir gravemente a alguien. Podría, en consecuencia, aludir al quebrantamiento de la ley. No queda suficientemente claro. Para dilucidarlo, hay que echar un vistazo a la historia, al origen del término.

Quien primero usó la noción de crimen social fue Federico Engels, filósofo y revolucionario alemán, amigo de Carlos Marx, con quien redactó el Manifiesto Comunista. Mas, si hemos de ser fieles al derecho de autor, habría que decir que los primeros en acuñar la expresión, fueron los trabajadores ingleses. De ellos Engels tomó la frase y la plasmó en su obra
La situación de la clase obrera en Inglaterra, escrita entre septiembre de 1844 y marzo de 1845.

¿Qué querían decir los trabajadores ingleses cuando hablaban de crimen social? Se referían a los miles de muertos por el hambre y las enfermedades, que empezaba a cobrarse el capitalismo temprano. Los trabajadores culpaban de ello a la sociedad —o sea, a la burguesía, a la clase dominante— que toleraba y estimulaba la comisión de semejante crimen. Engels se pregunta si los trabajadores ingleses tenían razón en llamar crimen social a esto. Y para verificarlo avanza los siguientes pasos lógicos:

Primero, «cuando un individuo hace a otro individuo un perjuicio tal que le causa la muerte, decimos que es un homicidio;

Segundo, «si el autor obra premeditadamente, consideramos su acto como un crimen;

Tercero, «cuando la sociedad expone a centenares de proletarios a una muerte prematura y anormal; cuando quita a millares de seres humanos los medios de existencia indispensables, imponiéndoles otras condiciones de vida, de modo que les resulta imposible subsistir; cuando ella los obliga por el brazo poderoso de la ley a permanecer en esa situación hasta que sobrevenga la muerte, que es la consecuencia inevitable de ello; cuando ella sabe, cuando ella sabe demasiado bien, que esos millares de seres humanos serán víctimas de esas condiciones de existencia, y sin embargo permite que subsistan, entonces lo que se comete es un crimen, muy parecido al cometido por un individuo, salvo que en este caso es más disimulado, más pérfido, un crimen contra el cual nadie puede defenderse, que no parece un crimen porque no se ve al asesino, porque el asesino es todo el mundo y nadie a la vez, porque la muerte de la víctima parece natural, y que es pecar menos por comisión que por omisión. Pero no por ello es menos un crimen».

Hoy por hoy, lo más próximo a la noción que desarrolló Engels para explicar los desórdenes del capitalismo emergente, es la idea de sociedad del riesgo en la veta sociológica de Ulrich Beck, y de aceptabilidad del riesgo, en la vertiente antropológica de Mary Douglas. Pero aún en Engels, siglo y medio atrás, el crimen social se consumaba con la muerte de la víctima. Por lo tanto, no era aplicable a cualquier forma de vulnerabilidad social.