viernes, 18 de septiembre de 2020

GOBIERNO DE MAYORÍA

Rodolfo Fortunatti



Más de la mitad del tiempo que dura el gobierno de Sebastián Piñera habrá transcurrido, como en su primera administración, en medio de la inestabilidad y de una débil gobernabilidad democrática, sumadas ambas a la baja popularidad del presidente y del gabinete de ministros. La razón de fondo no ha de buscarse más allá de la presencia de una alianza política minoritaria y desarticulada, como la constituida por los partidos de derecha, y la reprimida acumulación de demandas y expectativas insatisfechas esperando ser atendidas y, en lo posible, saldadas. La razón está precisamente aquí: la derecha nacida al amparo de la Constitución del 80,  no puede gobernar porque no sabe cómo hacerlo. Han debido acudir en auxilio del gobierno y del restablecimiento de su aplomo institucional, dirigentes de partidos de oposición, incluso abandonando su domicilio político, y a un alto precio que, probablemente, sus propios electores les cobrarán en los comicios que se avecinan. Esta debilidad la advierte Joaquín Lavín cuando señala que estará disponible para asumir la sucesión presidencial en una alianza de convivencia nacional que, sin embargo, es rehuida por su sector.

Realismo sin renuncia

Es cierto que también la popularidad del gobierno de la presidenta Michelle Bachelet marcó un bajo rating, y que su conglomerado mostró signos de desafección y pérdida de cohesión. Pero ello fue posible porque desde que asumió y hasta que dejó el Palacio de Gobierno, operó un bloqueo a ratos conspirativo —como la invención del caso Caval, su inminente abdicación o su inhabilitante estado de salud―, contra el programa de reformas que comprometió en las primarias de 2013. El obispo de la iglesia Católica Alejandro Goic calificó las primeras iniciativas de frenesí legislativo. Soportó estoicamente el fuego amigo, eufemismo con el que suele nombrarse a la oposición interna no declarada, pero persistente y desembozada. Contaba acaso tres meses de gobierno cuando los liberales la notificaron que la Nueva Mayoría no era en verdad una coalición, como lo había sido la ex Concertación, sino algo menor, un acuerdo programático con fecha de vencimiento. Desde luego, una inconsistencia la suya, pues ninguno de ellos deseó que la ex Concertación fuera la alianza que llegó a ser y, menos aún, que pudiera durar veinte años y ofrecerle al país dos presidentes democratacristianos y dos socialistas. Se hicieron concertacionistas en la medida que moderaron su anticomunismo. Resiliente como es… ¡incluso a la adversidad que halló en sus propios ministros!, introdujo en el diseño gubernamental el ajuste conocido como de realismo sin renuncia que le permitió llegar hasta el final de su mandato presidencial. Es claro que no pudo responder, como hubiera querido, a la contenida demanda ciudadana, y prueba de ello es que casi al momento de entregar el gobierno, despachó al Congreso el proyecto de cambio constitucional.

Fin del principio de subsidiariedad política

¿Dónde radica entonces la diferencia entre la gobernabilidad de Bachelet y la de Piñera? En dos hechos íntimamente conectados y metodológicamente demostrables. El primero es que la centroizquierda que volvió a levantar la candidatura de Michelle Bachelet fue mayoría en las primarias de 2013; luego, en la primera vuelta de noviembre, y en la segunda vuelta de diciembre del mismo año. Ello se reflejó asimismo en la composición del Parlamento del año 2014. La centroizquierda también marcó su impronta en la integración del Congreso de 2018, no obstante haber cedido el paso a Piñera en la competencia presidencial. Todo lo cual remacha la condición minoritaria de la derecha. Hace no más de algunas horas la oposición reafirmó su adhesión a la institucionalidad jurídica del Estado, al respaldar lo obrado por el Contralor en el ejercicio de sus facultades fiscalizadoras sobre las actuaciones de funcionarios de Carabineros durante el Estallido Social, amparadas sin embargo por el Gobierno. El segundo hecho que distingue al actual gobierno del que le precedió, es que las principales realizaciones por las que será recordado y pasará a la historia, pertenecen a la oposición. Son iniciativas de la oposición, amén de otras igualmente trascendentales, la reforma que permite poner término a la Constitución de 1980, y el retiro del diez por ciento de los fondos de las AFPs. Por cierto, serán simbólicamente diluidas en el almíbar de los llamados consensos transversales para bien de toda la población y de los que nadie debería restarse. Por el contrario, ¿quién podría negar que son reformas propias del programa de Bachelet el fin del sistema electoral binominal, la creación del Ministerio de la Mujer y la Equidad de Género, el fin del lucro, la selección y el copago en educación, la Ley Ricarte Soto por la cual se pueden financiar enfermedades de alto costo, la gratuidad en la educación superior, la ley que fortalece el carácter público y democrático de los partidos políticos y facilita su modernización, la ley que despenaliza el aborto en tres causales, y la ley de nueva educación pública? Pero esta práctica, donde las mayorías van en auxilio de las minorías cuando éstas no pueden gobernar, debe terminar. Este régimen de subsidiariedad política que se activa en circunstancias de ingobernabilidad e inestabilidad, debe acabar, precisamente porque eterniza la vulnerabilidad del sistema democrático.

30 años, 32 dictaduras y una barrera sin sentido

Las lecciones de los gobiernos de Bachelet y Piñera enseñan que el actual trance histórico, que no es la emergente crisis sanitaria, social, económica, ambiental y política, sino el orden que causa la vulnerabilidad del país ante éstas, y, especialmente, la exposición al riesgo de las clases medias y populares, solo puede ser sobrellevado por un gobierno de mayoría con un fuerte apoyo parlamentario. El sello político de dicho gobierno no puede ser sino el de una alianza de centroizquierda. Como lo demuestra la experiencia de hace cincuenta años, la configuración de una mayoría para cambiar la estrategia de desarrollo y radicalizar la democracia, depende crucialmente de la voluntad de las fuerzas políticas de centroizquierda. Porque no vendrá de los sectores que instituyeron la Constitución del 80 y el Código de Aguas. Si no hay unidad de esas fuerzas y, por consiguiente, si no hay acuerdo sobre un programa común, no será posible avanzar. Presionar las condiciones sin ser mayoría y a cualquier precio para tornarlas objetivamente favorables a la reforma, solo conduce a la ruptura y a la confrontación civil y política. Bachelet era consciente de la lasitud que afectaba a todo el arco político de su coalición, y, por eso, pasó a la fase del realismo sin renuncia, es decir, a priorizar las acciones de gobierno y a darles viabilidad financiera, técnica y política. Pero aquel diseño culminó en la derrota de Alejandro Guillier, y quedó totalmente desechado en el Estallido Social de 2019, que puso de manifiesto la necesidad de mayor profundidad y celeridad de los cambios. Resulta evidente que frente a este nuevo estado de madurez del país, hay comportamientos políticos que han pasado a la vanguardia, mientras que otros han permanecido en un rezago apático. Está fuera de la coyuntura condicionar la formación de este conglomerado mayoritario a la adhesión o condena de los países con menor grado de desarrollo democrático. Hay 32 dictaduras firmes en el mundo, con varias de las cuales Chile mantiene relaciones diplomáticas y comerciales. Dictaduras comunistas, como China y Vietnam, donde nuestros exportadores de frutas gustan de tomarse fotografías. Dictaduras como Egipto, Qatar y Arabia Saudí. Si se propusiera romper con ellas antes de arribar a un pacto, la barrera sería tan difícil de sortear como la Gran Muralla. Tampoco daría frutos condicionar el nacimiento de un nuevo y amplio conglomerado, a la crítica de los treinta años de políticas públicas de la Concertación. En tal caso el esfuerzo unitario quedaría reducido al mínimo, porque nada puede construirse hacia el futuro, sino sobre los progresos pasados, conquistados bajo una democracia, tutelada, semi-soberana y subsidiaria de los partidos y representantes de derecha. Herencia política que defenderán democratacristianos, socialistas, radicales, pepedés, liberales, izquierda-cristianos, mapucistas y comunistas. No tiene mucho sentido esta credencial de coherencia. Como no lo tiene negarse a un mecanismo de selección del o la candidata presidencial y de los contenidos programáticos de una propuesta. Lo que queda claro, como el agua que corrió el 2017, es que separados a primera vuelta es una derrota segura para la centroizquierda, y sobre todo, para la gente que ha sufrido y que anhela la paz.