viernes, 21 de agosto de 2020

UNA GESTA HISTÓRICA

Rodolfo Fortunatti


La revista Foreign Policy se pregunta si Estados Unidos se recuperará del actual trance y qué fortalezas serían necesarias para salir de éste. El análisis lo emprende a través del prisma que ofrece a la ciencia política Seymour Martin Lipset, según el cual la legitimidad del sistema la conceden los ciudadanos que creen en el valor de la democracia en sí misma, en sus principios, valores y objetivos, independientemente de los altibajos que exhiba el desempeño del gobierno, de las fluctuaciones a corto plazo de la economía, y de las políticas y líderes particulares.

Esta creencia ha estado siempre viva en el movimiento popular chileno, y en sus luchas de reconocimiento, y lo estará el próximo 25 de octubre cuando haya llegado la hora de votar. 

Gobierno sin legitimidad

La legitimidad es la adhesión profunda al ejercicio del poder y al funcionamiento de las reglas del juego que garantizan este poder.

La ciencia política ha reservado la noción de legitimidad de desempeño al apoyo prestado por la ciudadanía a la conducción del gobierno y, por contraste, ha denominado legitimidad sistémica a la certidumbre afianzada en la gente de que el orden constituido garantizará el funcionamiento del gobierno y de las instituciones. Una cosa es el presidente y otra cosa la democracia. Ambas son creencias, convicciones y a menudo dogmas, formados en base a las percepciones de las personas respecto de los efectos de la actividad política ordinaria sobre su vida cotidiana.

De ello se sigue que, aunque la legitimidad de desempeño de las autoridades estuviera por los suelos, la legitimidad sistémica podría exhibir una alta aprobación. El desempeño del presidente, del gobierno, del parlamento y de los tribunales de justicia, así como el de las fuerzas armadas y la policía, hoy por hoy, muestra una baja aceptación en el país, al revés del desempeño de los bomberos, de los médicos y de los funcionarios de la salud, que es visto con simpatía y gratitud por la ciudadanía. La encuesta Criteria de agosto destaca que sólo un 12 por ciento de los encuestados aprueba la gestión del presidente y no más del 13 por ciento la competencia de sus ministros. Sin embargo, así sean impopulares, el Ejecutivo, el Congreso y la Corte Suprema, continúan operando, como continúan haciéndolo el Cuerpo de Bomberos y el Colegio Médico, que gozan de mejor aceptación.

También la gente descree de la Constitución y del modelo de desarrollo, pero, a pesar de las rupturas críticas que reveló el Estallido, estos no han cesado de ordenar la actividad política y económica; como que el retiro de ahorros de las cuentas de capitalización individual precisó una reforma constitucional. Y aunque resulte paradójico, las personas confían en que el Plebiscito acordado por el gobierno, el parlamento y los partidos políticos comporta una salida política a la crisis de legitimidad del sistema. Del mismo modo que confían en que el retiro del diez por ciento de sus fondos será efectivamente ejecutado por las administradoras de fondos de pensiones, cuya legitimidad también cuestionan.

¿De dónde procede esta certidumbre social? Parece indudable que esta seguridad en el orden social hunde sus raíces en algo más profundo que una administración o que un conjunto de instituciones. Es una creencia de naturaleza semejante a la preexistente durante la lucha contra la dictadura. Arranca de la cultura política nacional, pues en pueblos como Chile, donde ha imperado una larga práctica de lucha democrática, se han formado valores y convicciones que trascienden el desempeño de los gobiernos y de los sistemas políticos. A este ethos nacional apela el relato republicano.

El discurso del Teatro Caupolicán

El discurso del presidente Eduardo Frei Montalva en el Teatro Caupolicán el 27 de agosto de 1980, es elocuente memoria de esta conciencia arraigada a la tierra y a su gente. Lo es, sobre todo, la maximización de la audiencia que conquistó aquel ritual republicano; un país que solo pudo oír el mensaje a través de las frecuencias de radios Chilena y Cooperativa.

El gobierno se negaba a autorizar el acto. No quería que hablara el expresidente, y no toleraba que la ciudadanía pudiera escucharle. En el Caupolicán se congregaron más de diez mil personas. Y la población igual concurrió a votar aquel jueves 11 de septiembre de 1980, cuando el régimen cumplía siete años desde su instalación. La gente sabía que cualquiera fuera su voto en el Plebiscito Constitucional, su voluntad sería distorsionada u omitida, como lo había sido en la Consulta Nacional de 1978.

En esos momentos el general Augusto Pinochet se ajustaba la investidura presidencial, y el poder constituyente se depositaba en los tres comandantes en jefe de las fuerzas armadas y en el general director de Carabineros. Este era, asimismo, el Congreso, la cámara legislativa. El Poder Judicial sometido había perdido su autonomía, incluso para otorgar amparos En esa hora de Chile se instauraba la Constitución actual y el «modelo de desarrollo» que nos rige, el último —como lo pretendía entonces Francis Fukuyama―, el experimento neoliberal que vendría a coronar el fin de la historia de la humanidad. Meses después, el presidente Frei fue asesinado. Había alzado la voz por los sin voz para denunciar y combatir la imposición del nuevo régimen constitucional.

Más allá del desempeño del gobierno autoritario y del sistema institucional, lo que había era una convicción que comprometía decisivamente la inteligencia y el corazón. Una fe, como la entendió Maritain, o una mística, como la vio Péguy, y, después de él, Juan Pablo Terra, el sociólogo uruguayo. Una poderosa motivación para la acción, en defensa de la democracia frente a quien ha tomado «postura contra la libertad, contra la igualdad fundamental de los hombres, contra la dignidad y los derechos de la persona humana o contra el poder moral de la ley», como se puede leer en El Hombre y el Estado.

El despertar

El 25 de octubre próximo, fecha del Plebiscito, se cumple un año de la masiva concentración pública en la plaza de la Dignidad y en otras plazas de Chile. Un millón y medio de hombres y mujeres de todas las edades, razas y clases colmó las calles de Santiago. Su valor simbólico estriba en haber encarnado el mayor levantamiento cívico del país en contra de la represión procedida de la declaración del estado de emergencia, el incendio de las estaciones de metro, la violencia sin límites practicada por agentes del Estado contra manifestantes inermes, con consecuencias de muertes y mutilaciones. Todo lo cual configuró un cuadro de violación sistemática de derechos fundamentales, como fue confirmado más tarde por observadores internacionales. El Instituto Nacional de Derechos Humanos declara que de 2.164 querellas presentadas en todo Chile hasta el 30 de mayo, había solo 21 formalizados. La ciudadanía ahora sabe que cuando protestó, durante esas dos primeras semanas, Carabineros disparó… ¡104 mil tiros de escopeta! Y ahora provoca al país con el fallido intento de dar el nombre del general Stange a la Academia de Ciencias Policiales.

¿Por qué ocurre todo esto? Porque también en la cultura política nacional subyace un estrato de urfascismo: una purulencia autoritaria, supremacista y excluyente. Un caldo de cultivo intolerante, y a ratos violento, que alimenta el discurso de los «herejes» políticos de la democracia.

Harán lo imposible por impedir el Plebiscito. Nunca lo quisieron. Y si lo aceptaron, fue nada más porque no tuvieron alternativa ante la presión que les opuso la protesta cívica. Saben que la Constitución de 1980 y el modelo económico que instituyó llegan a su fin y, con ellos, la legitimidad de su propio desempeño.

Y, por eso, tras la pandemia la imaginación de aquellos sectores se ha tornado prolífica en subterfugios.

Han sostenido que no puede haber elección en medio del estado de excepción, porque no habría garantías de campaña ni de discusión de ideas. Han planteado que no se realice este plebiscito y que en abril se elija a los miembros de la Convención Constituyente. Han propuesto que en vez del plebiscito y de los convencionales, sean los parlamentarios que se elijan en 2021 los que diseñen la nueva Constitución.

Pero el Plebiscito se ha hecho tan inminente que este 26 de agosto se inicia la difusión de las opciones en juego, de sus significados y consecuencias para el país, y el próximo mes —en un año que pasa a toda velocidad― comienza la campaña. Entonces aparecen fórmulas destinadas a frenar su realización.

Un rebrote de la pandemia sería el escenario ideal, como fue un respiro para el desempeño del presidente Piñera la postergación del evento que debía efectuarse el 26 de abril. Dicho escenario obligaría a decretar cuarentenas y restricciones que provocarían la abstención de la población. No tiene otra justificación la insistencia del titular de Educación de exponer al contagio a niños, niñas, adolescentes, docentes y asistentes, con un regreso prematuro a las escuelas. No tiene otra justificación el proyecto de ley del senador Francisco Chahuán, consistente en fijar un máximo del 50 por ciento de abstención, siete millones de electores, para declarar legítimo el plebiscito. Por qué, cuando en la elección parlamentaria de 2017, donde el senador Chahuán resultó electo con el 22 por ciento de los votos, la abstención fue del 54 por ciento. Por qué, cuando los propios informes del Congreso enseñan que todos los países latinoamericanos tienen cotas inferiores al 50 por ciento. Quisieran hacer de la elección del 25 de octubre una profecía autocumplida: primero inducir la abstención para, luego, por ley, anular la validez del plebiscito. ¿Quién podría estar disponible para este juego sin exponerse al descrédito?

Se impondrá el sentido común, y la gente irá a votar. «Así como las personas pueden ir a un supermercado o a una multitienda, probablemente también puedan ir a votar», reflexiona Izkia Siches, presidenta del Colegio Médico.  Y tiene razón. Pero el desafío de la fe democrática es más que conquistar el cambio de la Constitución y una Convención Constituyente. Es, definitivamente, vencer la abstención, no por temor a invalidar el Plebiscito, sino porque el país está protagonizando una gesta histórica que exige ser refrendada por una multitudinaria voluntad política.

Debe ser un acto sublime. Un acto bello en su forma y en su fondo. Una alegoría que exprese el genuino espíritu democrático y republicano de los hombres y mujeres que han caído combatiendo por una patria libre, justa y solidaria. Hombres y mujeres que debemos saber nombrar sin arriesgar nuestra unidad y nuestra identidad, y sin despertar sospechas acerca de nuestra innata vocación por la paz.

 













miércoles, 12 de agosto de 2020

LA DC EN LA CENTROIZQUIERDA

 Rodolfo Fortunatti


En vísperas del aniversario 63° de la fundación de la Democracia Cristiana, el 28 de julio pasado, el senador Francisco Huenchumilla envió una carta a la militancia del partido. En ella el exintendente de La Araucanía formula una propuesta que, en lo sustantivo, exhorta a la conformación de una directiva nacional «unitaria», término que alude a la concurrencia de la vasta diversidad de visiones políticas y estratégicas de la colectividad. Mesa «ampliada», además, a un consejo de presidentes regionales con facultades ejecutivas generales.

El exministro ofrece cuatro argumentos para sustentar esta propuesta. De entrada, señala que se precisa un cambio, a la luz del desgaste electoral y orgánico que viene exhibiendo el partido. Seguidamente, que la actual mesa tiene su mandato vencido, y que no corresponde que éste se prolongue por la vía de los hechos consumados. Luego, que se requiere integrar y representar a los distintos sectores para que todos se sientan reflejados en la nueva conducción. Por último, que una elección interna no es solución, porque se convertiría en una lucha de poder que postergaría el debate esencial sobre las definiciones de fondo.

Autocomplacencia: el freno al progreso

Cada una de estas razones tiene elementos a favor y en contra, que es conveniente aquilatar en su mérito —que lo tienen—, para formarse un juicio político ajustado a la realidad y actuar en consecuencia.

La preocupación del senador Huenchumilla por el declive de la DC es un hecho concreto que puede ser demostrado a la luz de las estadísticas electorales de la transición. Solo que este descenso no se inicia el año 2000, como sugiere el autor, sino en la segunda mitad del gobierno de Aylwin. Y si bien la promesa Para Los Nuevos Tiempos de Frei, consiguió atenuar esta caída, hacia el año 1997 la pendiente se hizo demasiado evidente como para desconocerla. Y no fue ignorada. O, mejor dicho, nadie quedó indiferente al debate que, por entonces, protagonizaron los calificados de modo peyorativo como autocomplacientes y autoflagelantes, y que ya daba cuenta de las insatisfacciones que empezaban a despertar en la población tanto la negociación como los límites de la democratización. No es posible entender el Estallido y el malestar social que lo alienta, sin tomarle el peso al daño que ha ocasionado a la centroizquierda, en términos de credibilidad y de resultados políticos y electorales, la proverbial actitud de los autocomplacientes. De cara al cambio de época, parece haber llegado la hora de procesarla.

«Esperaría que los hombres y mujeres que siguen añorando el pasado, dejen la conducción de esta transición —ha emplazado la senadora Yasna Provoste―. Tuvieron su tiempo, deben dejar paso para que la DC se fortalezca en una alianza para las transformaciones».

Fecha de vencimiento: 18/10/2019

La mesa conducida por el exdiputado Fuad Chahín se instaló hace más de dos años gracias a la alianza mayoritaria y representativa de las principales facciones de poder interno. Lo hizo con el sugestivo propósito de emprender «la revolución de la dignidad» y de poner al PDC en la primera línea del debate nacional. El Estallido del 18 de Octubre puso la revolución de la dignidad en primera línea, y empujó al PDC a firmar una salida institucional, que no otra cosa fue el acuerdo del 15 de noviembre por el cual se fijó un plebiscito para reformar la Constitución. El mandato de la actual mesa está vencido desde el Estallido, como superados y agotados están los programas y adhesivos de los grupos que le brindaron apoyo. De ahí la urgencia de la sucesión.

Es deseable, como indica el senador, que una nueva mesa refleje la diversidad interna, pero es también una aspiración muy sentida que no haya facultad de veto de ninguno de sus miembros sobre la gestión política, lo cual hoy se ve como un requisito difícil de satisfacer. Porque ha surgido una diversidad distinta, como la destacada por seis presidentes regionales, que no es conciliable con las antiguas fórmulas que llevaron al fracaso, y que debe abrirse paso para gobernar.

Otra diversidad, mayoritaria y unitaria

Aquella diversidad es la que se expresa en el cambio de la Constitución, a diferencia de su pura enmienda. Se manifiesta también, en una Convención Constituyente, enteramente elegida por la ciudadanía, a diferencia de una Convención Mixta, donde una parte de la asamblea esté compuesta por actuales parlamentarios, como se recordará era el camino aconsejado por los resabios autocomplacientes. Se revela en el retiro del diez por ciento de las AFPs, a diferencia del dogma liberal que considera intocable la herencia económica del régimen civil militar. Se expone en el deseo de construir una mayoría de centroizquierda para gobernar, a diferencia de quienes quisieran mantenerse en el confinamiento político y en un «virtual pacto por omisión», que permite a la derecha conquistar el poder y conservarlo. Se muestra en el futuro que nace después de esta crisis social, sanitaria, económica y política, a diferencia del pasado que muere con ella.

Esta nueva conducción debería clausurar la experiencia neoliberal y, por eso, su misión debería ser representar la identidad de vanguardia, reformadora y popular que ha encarnado en sus momentos estelares la Democracia Cristiana. Hoy por hoy, es perentorio para todos marcar estas diferencias.

Por último, el senador Huenchumilla ha planteado que no es conveniente realizar una elección interna que mantendría las cosas como están. Convengamos que siempre ha existido el riesgo de que la lucha por los cargos desatienda la renovación de las ideas. Sin embargo, admitamos que nada mantendría mejor las cosas como están que una mesa de integración que detuviera el tiempo en los equilibrios de poder —y en las ideas que le dieron origen— anteriores al Estallido. Sería un anacronismo a la luz de la actual coyuntura.

La elección de una nueva dirección política es imperativa para el aggiornamento de la centroizquierda, y lo es para un partido que aspira a ser parte de la historia política y constitucional que se abrió con el Estallido.

No hay nada que impida la renovación de la mesa de la Democracia Cristiana y, sí muchos desafíos futuros que la justifican.

Si el Plebiscito del 25 de octubre se realiza, y no hay comuna del territorio nacional en estado de cuarentena, entonces debería ser el momento de concretar dicho proceso, aun cuando no se haya efectuado la junta nacional pendiente.

Desde luego, el senador Francisco Huenchumilla, cuya misiva ha justificado estos párrafos, es una de las mejores opciones que posee la Democracia Cristiana para encabezar este desafío.

13 de agosto de 2020.


viernes, 7 de agosto de 2020

AUTOTUTELA

 Rodolfo Fortunatti

El recrudecimiento de las tensiones en el Wallmapu, parafraseando a Carl von Clausewitz, es resultado del abandono de la racionalidad y, en su lugar, de la toma de posición a favor del odio, la enemistad y la violencia contra la nación mapuche. En esta expedición el Gobierno no ha respetado simetría en el trato ni en el compromiso con la paz. Así, difícilmente puede constituirse en un tercero desinteresado e imparcial frente al conflicto. La virulencia mostrada en el desalojo del municipio de Tirúa, que contrasta con la nula intervención durante el ataque de la APRA en Curacautín, es el último botón de muestra.

Autotutela. Parece nueva, pero es una vieja palabra. Parece ser una noción jurídica, pero es una noción histórica y sociológica. Parece referida a acontecimientos actuales, pero alude a hechos de antigua data para la nación mapuche. El término no figura en el diccionario, pero la expresión más próxima es la que deriva del latín tutēla, defensa, amparo.

La autotutela significa hacer justicia por propia mano. Constituye el tabú sobre el que se sostiene el derecho contemporáneo. En las modernas sociedades, nadie podría practicar este precepto sin contravenir el derecho de todos los miembros de dichas sociedades, y de los miembros de la sociedad global, como lo han querido los pueblos a través de la institución y vigencia del sistema internacional de derechos humanos. De ello se sigue que es cuestionable que los privados sean dueños del proceso judicial, pues, incluso tratándose de donaciones de mutua aceptación entre las partes, quien interviene públicamente en los contratos y en los conflictos que estos generan, es el Estado, o sea, su tercer poder, la Administración de Justicia. Y seguirá siéndolo sin que nunca ceda a los privados. Hacer justicia por propia mano, en consecuencia, es prescindir del Estado que dicta la ley y, a través del ejercicio monopólico de la violencia legítima, asegura su imperio. Y así lo confirman las principales excepciones al dogma, como hacer justicia en defensa propia, a través de la obediencia debida o de la declaración de la guerra preventiva.

Justicia por propia mano invocando autodefensa es lo que han hecho los militantes de la Asociación Para la Paz y la Reconciliación de La Araucanía, APRA, que se coordinaron, marcharon hacia la municipalidad de Curacautín y se concentraron en la plaza con el fin de ejecutar la voz de orden de Gloria Naveillán: «Hay que ir con palos o con lo que necesiten para defenderse, pero la muni la tenemos que recuperar hoy día». Se movilizaron para administrar justicia, o sea, recuperar el municipio tomado; hacerlo por propia mano, es decir, la de civiles armados que —como lo demuestran decenas de videos y fotografías― golpean a personas, destruyen mobiliario público e incendian vehículos. Todo esto a la vista contemplativa de Carabineros, que ahí es la representación del Estado y del derecho.

Sin embargo, el presidente de Evópoli y exintendente, legaliza la violenta operación convirtiéndola en una «detención ciudadana ante un delito flagrante», con lo que termina prestándole, además, legitimidad política a lo obrado por los agresores. El mensaje sienta un precedente tan claro e inequívoco que, de ahora en más, cada vez que dependencias fiscales sean ocupadas por mapuche, será legal y legítimo que civiles armados concurran a su desalojo. Se tratará de una detención ciudadana, algo difícil de entender cuando nada más mirar el contexto se detecta presencia de fuerza pública.

¿Es entonces un acto de autotutela? ¿Una acción de autodefensa? ¿Un episodio de reposesión? Desde luego que no lo es, pues la acción la emprenden grupos organizados de civiles contra comuneros mapuche, que no los atacan a ellos, sino que, a través de la toma de la casa consistorial, presionan al ministro de Justicia, Hernán Larraín, para obtener que el machi Celestino Córdova, quien se encuentra en huelga de hambre desde hace tres meses, pueda cumplir la condena que pesa sobre él en su rewe por un periodo determinado de tiempo, como ocurrió en ocasiones anteriores. Pero la asociación de agricultores coaligada en la Apra hace suya la defensa del Estado y perpetra el desalojo de los comuneros, buscando de este modo inhibir la protesta solidaria de éstos con los internos del Hospital Intercultural de Nueva Imperial. Por cierto, quienes ejecutan el trabajo son los mandados, gente que solo busca tranquilidad en su comuna. Aquí no existe defensa ni amparo, sino algo más y menos: el supremacismo de quienes sin pudor emulan al ultraderechista Ku Klux Klan para hacer del Wallmapu otro Mississippi en Llamas, según lo concibió el recién fallecido Alan Parker.

¿Qué está ocurriendo realmente en el sur? En lo que va del año se percibe un incremento de los ataques a bienes públicos y privados. La fiscal regional del Biobío, Marcela Cartagena, advierte que «hemos tenido atentados explosivos que no habíamos visto antes», ataques que se relacionan entre sí, como en la apropiación de doscientas barras de amongelatina y cien metros de cable detonante destinados a faenas mineras que eran transportados en un camión. El fiscal regional de La Araucanía, Cristián Paredes, cifra en un treinta por ciento el incremento de los hechos de violencia rural ocurridos en la zona desde principios de año.

El recrudecimiento de las tensiones en el Wallmapu, parafraseando a Carl von Clausewitz, es resultado del abandono de la racionalidad y, en su lugar, de la toma de posición a favor del odio, la enemistad y la violencia contra la nación mapuche. En esta expedición el Gobierno no ha respetado simetría en el trato ni en el compromiso con la paz. Así, difícilmente puede constituirse en un tercero desinteresado e imparcial frente al conflicto. La virulencia mostrada en el desalojo del municipio de Tirúa, que contrasta con la nula intervención durante el ataque de la APRA en Curacautín, es el último botón de muestra.

Las instituciones religiosas han respaldado la misión de paz de sacerdotes como el jesuita Carlos Bresciani, detenido en la operación de Tirúa. «La Compañía de Jesús en Chile ―publicó la congregación― rechaza la violencia y arbitrariedad en el actuar del Estado de Chile y de Carabineros durante el desalojo de las municipalidades en la región de la Araucanía». Y con convicción y elocuencia el alcalde Adolfo Millabur declaró que «los pueblos originarios son víctimas de una forma de llevar adelante una política de Estado que es de represión, opresión, y que es negarles su derecho. Los que están presos, en su mayoría son por causas de reivindicar sus derechos como pueblos originarios». El escepticismo del exintendente Francisco Huenchumilla lo llevó a avisar que no se incorporaría a la mesa que pretende conciliar posiciones.

Chile vive en un tránsito posestallido y preconstitucional que ha cambiado drásticamente el sentido y la profundidad de la demanda indígena. Por eso, lo quiera o no el ministro Larraín, la devolución de tierras ancestrales ―que no es una cuestión de tribunales, sino de identidad y de patrimonio histórico― está sobre la mesa del conflicto. No hay modo de eludirlo, pues tanto el titular de Justicia, como el de Interior, son la memoria viva del régimen civil militar que institucionalizó el despojo de tierras e hizo propietarios de lo ajeno y, a veces, de lo sagrado, a nuevos colonos que hoy exaltan la autotutela.


domingo, 2 de agosto de 2020

UNA PATRIA MULTICULTURAL













Una patria multicultural: elementos para entender la “deuda histórica del estado chileno con los pueblos originarios (particularmente mapuche) y la responsabilidad de las elites y la dirigencia social en su resolución”

Óscar Osorio

        I. Introducción. Elementos históricos para entender el concepto de “Deuda Histórica”

Durante el tiempo de la colonia, las relaciones políticas, sociales e incluso las de carácter militar de las autoridades de la capitanía de Chile con el pueblo mapuche, tendían a ser relativamente simétricas. Cuestión no menos importante, ya que desde una lógica de superioridad es imposible resolver conflictos. El dialogo ocurre entre iguales. Más allá de que estaba claro quién era el invasor y quien el que defendía su territorio. Sin ir más lejos, los acuerdos de paz que se llevaban a cabo a través de los parlamentos, institución que era respetada por todos y donde la autoridad oficial española, ya sea el gobernador o su representante, se sentaba a discutir con las autoridades tradicionales del pueblo mapuche elegidas para tales fines (Lonkos, Futa Lonko y Toquis), de igual a igual. El pueblo mapuche usaba su capacidad de llegar a acuerdos a través del Koyangtun y el nutram. Es decir, parlamentar y conversar respectivamente. En esta conversación-discusión que podía durar varios días se consensuaban los términos de referencia de los acuerdos y una vez que acordaba algo, no sólo era respetado por ambas partes, sino que además se celebraba con diversas manifestaciones y banquetes, que también podían durar varios días.

De esta manera, se realizan 28 Parlamentos entre 1641 y 1803[1], con la Colonia Española. Entre los Parlamentos más importantes y relevantes se encuentran el parlamento de Quilín en 1641 y en 1647 y posteriormente en Negrete en el año 1726[2]. También el naciente estado chileno implementó estas prácticas con el pueblo mapuche. En efecto, en el año 1823 se realiza el parlamento de Yumbel y en 1825, el parlamento de Tapiwe. Es decir, el pueblo mapuche no sólo pelea contra los imperios Inka y español, respectivamente, que es la característica que más se conoce de este pueblo, sino que además dialoga, conversa y cree en el poder de la palabra. Esta capacidad de diálogo, es la menos conocida del pueblo mapuche. Es por esta razón que, incluso en el amanecer de la República se mantuviera la tradición de los parlamentos. Sin embargo, a partir de la década de 1840, esta situación comienza a ser dramáticamente transformada por la elite criolla, sobre todo por la influencia de la exportación del trigo a California, que requiere día a día de más tierra para este cultivo y que ve en estas tierras (ahora ocupados por bárbaros) una oportunidad para aumentar su producción.

Comienza a instaurarse entonces una relación asimétrica entre las autoridades del estado chileno con los pueblos originarios, particularmente con el pueblo mapuche, que caracterizará prácticamente toda la vida republicana. En lo fundamental se ha tratado de imposición de modelos, imágenes, estilos de desarrollo y convivencia, asociados a la élite criolla, donde la política del estado fue la de chilenizar, con toda la fuerza de la ley y la razón a los habitantes de la nación. No había espacio para las individualidades e identidades ajenas al ser chileno. Ya la autoridad no se sentaba a “Parlamentar”. Ya no bastaba la palabra, ni el acuerdo celebrado.

Más aún, en el contexto de las comunidades mapuches asentadas en “su” territorio, la nueva autoridad del estado aparecía fragmentada en el ejercicio de su poder: una autoridad promete algo; otra nueva la desautoriza; si el intendente, gobernador, parlamentarios, a veces estaban de acuerdo en determinadas cuestiones, la autoridad nacional no y viceversa. Y así, a través de la ley y sus representantes (más bien leguleyada), y sobre todo por la influencia cada día más marcada por el caudillismo asociado a las esferas del poder de los nuevos hacendados, que comienzan a tener gran protagonismo en la zona (incluso más que la autoridad del territorio), se van corriendo los cercos; se firman ventas y compras de tierras a través de contratos espurios y fraudulentos.  En síntesis, se desaloja de la tierra (“de su tierra”) a “estos” no productores.

La tensión existente era muy simple: la civilización requería de leyes, de firmas, de contratos, de títulos de la tierra, de formalidades.  Lo contrario, se llamaba barbarie. De esta manera se prepara la “pacificación de la Araucanía”, a través del ingreso del ejército a partir del año 1861 y hasta 1893. Así, el “territorio” mapuche de la Araucanía, ubicado entre los ríos Biobío por el norte y Toltén por el sur, pasa a ser del estado chileno sin más. A los mapuches se les reduce en escasas tierras y de mala calidad, a través de los títulos de merced y de comisariato. Por supuesto sin apoyo estatal, a diferencia del apoyo que el mismo estado les entregaba a las familias extranjeras que comenzaron a colonizar parte importante de este territorio: alemanes, suizos, franceses, que traían a este territorio ocupado por bárbaros, la civilización. Es decir, es el estado chileno que, a partir de esta fecha, con todo su aparataje cultural y peso de la ley no incorpora la diferencia con todos sus matices; por el contrario, fuerza la integración a través de la asimilación de la historia, cultura y códigos comunicacionales construida por la élite de la sociedad chilena.

El “otro” (la mujer, el campesino, el obrero de la minería, etc.) no existe: Por supuesto menos el indígena. Así, entre 1884 y 1931, tal como lo consigna la Comisión Verdad y Nuevo Trato ya citada, la fase que caracteriza al estado con los pueblos originarios es de “asimilación forzosa”.[3] En definitiva, es la negación del propio rostro a favor del extranjero (por supuesto blanco y europeo)

      II.            El rol del estado en el siglo XX

El siglo XX, no cambia mayormente el estado de cosas. Es cierto que la hegemonía de la oligarquía comienza a ser cuestionada sostenidamente por la emergencia de diversos y nuevos actores: clases medias asociadas a la burocracia estatal; emergente clase obrera y partidos políticos asociados a estos fenómenos (partido radial, socialista y radical). Sin embargo, la temática indígena no es preocupación ni del estado ni de las elites. Y, más allá de esporádicos episodios organizacionales, no es sino hasta 1964, con el advenimiento de la Democracia Cristiana al poder y particularmente con la promulgación e implementación de la ley N° 16.640 de Reforma Agraria, que la temática indígena (asociada a lo rural) comienza a tener una mayor connotación comunicacional a partir de algunas expropiaciones de predios que son entregados a comunidades mapuches. Luego, con la profundización de este proceso en el gobierno de la Unidad Popular, se comienza expropiar más cantidad de predios, para ser entregados a comunidades mapuches, pero que, habida cuenta del golpe militar, no se alcanzan a terminar los procesos burocráticos (Inscripción en Bienes Nacionales y otros trámites) y posteriormente son devueltos a sus antiguos dueños y/o vendidos a muy bajo precio a las incipientes empresas forestales ya presentes en la zona.

    III.            El conflicto con las empresas forestales

Una parte importante del actual conflicto con las empresas forestales, se debe justamente a esta situación, ya que de las cerca de 400 mil hás, que fueron traspasadas a la CONAF, a lo menos 337.324 has eran expropiadas. Es decir, habían sido entregadas a comuneros y campesinos mapuches en forma de asentamiento o centros de reforma agraria (CERA). Recordemos que la ley de Reforma Agraria N° 16.640 disponía originalmente que los terrenos de aptitud “exclusivamente” forestal fueran entregados a cooperativas de campesinos y por excepción a CONAF, para integrar el patrimonio forestal del Estado. Sin embargo, como se ha podido constatar a través del proceso de Contra Reforma Agraria, implementado por la dictadura cívico-militar, la ley se modifica en dos sentidos:

En primer lugar, el concepto de “exclusivamente” se cambia a “preferentemente” forestal. De esta manera se aumenta el número de predios forestales afectos a destino especial. En segundo lugar, de manera paralela, se otorga la facultad a la CONAF para transferir estos predios a empresas forestales, bajo condiciones que determine el Consejo de la Corporación. Coincidencia pura que estos predios fueron transferidos y/o vendidos a precios viles a las empresas forestales miembros de este Consejo. Por la misma fecha, se implementa en 1974, el decreto 701 que subsidia la actividad forestal, bonificando la plantación con bosques exógenos (pino y eucaliptus) en un 100%, además de beneficios tributarios para las empresas. Recién en el año 1998, se bajó el subsidio a esta actividad a un 70%.

A esto nos referimos al decir que una parte importante del conflicto indígena con las empresas forestales, encuentra su origen en este proceso de traspaso, a lo menos “irregular”, toda vez que estas tierras ya habían sido expropiadas y entregadas a asentamientos mapuches[4]. Lamentablemente, la mayoría de estos predios no se alcanzan a regularizar y los campesinos mapuches se quedan a septiembre de 1973 sin sus títulos de dominio, por lo tanto pasan a ser tierras a “regularizar”.[5] Este es, entonces, el contexto que permite entender el concepto de deuda histórica entre el estado chileno y los Pueblos Originarios, particularmente con el pueblo mapuche.

    IV.            La dictadura cívico-militar y las comunidades indígenas

Con la dictadura cívico-militar, lo indígena no sólo se invisibiliza, sino que deja prácticamente de existir.[6] Recién, a partir de la dictación del DL N° 2.568, de 1979 que promueve y autoriza la división de comunidades mapuches, negando así el concepto de comunidad, es que comienzan a esbozarse las primeras manifestaciones de un movimiento indígena en contra de tal expresión jurídica. Esta manifestación se realiza al amparo de la iglesia católica, que había apoyado la creación de los Consejos Culturales, que posteriormente dan origen a diversas organizaciones mapuches: Ad-Mapu y Nehuen Mapu, entre las más relevantes. Desde esta perspectiva, el destino de lo indígena y particularmente de la cuestión mapuche, corre la misma suerte que el movimiento social y político contra la dictadura: “Mientras estemos en dictadura no habrá ninguna posibilidad de resolver el conflicto mapuche”. En este sentido, no es sino con el acuerdo de Nueva Imperial, llevado a cabo en 1988, entre las principales organizaciones indígenas del país y el entonces candidato a presidente por la coalición opositora a Pinochet, Patricio Aylwin Azocar, que se establece una relación entre la elite política chilena, en este caso de la oposición, y el movimiento indígena.

El compromiso era que Patricio Aylwin, una vez investido de Presidente de la República, enviaría al Congreso 4 proyectos de ley que permitirían retomar la cuestión indígena: A saber, la dictación de una ley indígena, la creación de una institucionalidad indígena, la ley de Reconocimiento Constitucional de Pueblos indígenas y finalmente, la adhesión de Chile al Convenio 168 de la OIT. El presidente Aylwin honra su compromiso con el mundo indígena y estos proyectos son enviados al comienzo del gobierno de la “Concertación de Partidos por la Democracia.” Sin embargo, la correlación de fuerzas, a propósito del peso de los Senadores designados y del sistema binominal, hizo que solo se aprobaran dos proyectos: la dictación de la ley indígena 19.253 y la ley que permite la creación de la Corporación Nacional Indígena (Conadi). El tema del Convenio 169 y el Reconocimiento constitucional, quedan suspendidos. Recién, después de 18 años (el año 2008) se aprobó el decreto 169 de la OIT y aún no se reconoce constitucionalmente al mundo indígena, con sus historias, lenguaje y cultura.

      V.            La deuda de la tierra y la otra deuda.

Lamentablemente, la deuda histórica, tanto para la opinión pública como para la elite dirigente del país, ha quedado reducida al tema de la tierra y a su dimensión subjetiva. Es decir, no importa lo que se haga con la tierra, lo importante es tenerla. Este justamente ha sido uno de los graves problemas respecto de la tierra comprada, devuelta o regularizada para las comunidades mapuches, ya que, como se ha señalado, la realidad objetiva con la que se encuentran las comunidades al llegar a su nueva tierra, dista bastante de la imagen esperada: no hay infraestructura rural mínima: luz, agua, cercos, viviendas, caminos internos ni externos, etc. Tampoco hay planes de desarrollo y proyectos productivos. Es decir, se entrega la tierra y luego las demás instituciones pertinentes del estado entran, pero siempre ex post, no ex ante. En el intertanto, después de algunos años de estar en “su tierra” parte importante de esta tierra restituida y entregada a las comunidades, queda en estado de subproducción o definitivamente arrendada a terceros (incluso los antiguos dueños) través de tratos de palabra y contratos espurios. Por lo tanto, subyace la idea de la improductividad de las tierras compradas por el estado. Por lo tanto, habrá que hacerse cargo de las falencias de las instituciones del estado para enfrentar el tema productivo. Por otra parte, la elite del movimiento social indígena mapuche, tampoco ha sido muy clara para explicar al país, esta “improductividad” de las tierras compradas y entregadas a las comunidades mapuches.

A la fecha, la tierra comprada y regularizada a comunidades indígenas se aprecia en el cuadro N° 1.


Cuadro N°1
Tierras regularizadas, saneadas y compradas a comunidades indígenas
Mecanismo
Superficie (hectáreas)
Subsidio concurso artículo 20 letra a
51.752
Subsidio concurso artículo 20 letra b[7]
176.655
Traspaso predios fiscales (BBNN)
409.828
Saneamiento de la propiedad indígena
304.613
Total
942.848
Fuente. Elaboración propia con datos del Fondo de tierras y aguas de la Conadi
               
Otra pregunta que subyace al tema de tierras, es en relación a la cantidad de tierras que falta por comprar. En la respuesta a esta pregunta, tanto respecto al horizonte de tiempo como a la cantidad de tierras a comprar, no solo deben estar presentes los técnicos del Ministerio de Hacienda y de la dirección de presupuesto (DIPRES) o de los Ministerios sectoriales involucrados (Mideso, Agricultura); o las intendencias y gobiernos regionales, sino que también, y de manera prioritaria, las organizaciones y el liderazgo indígena social y político. Este es un gran desafío tanto para el estado, el gobierno y las organizaciones indígenas. Es necesario tener un horizonte de tiempo para el proceso de compra de tierras.
           
Pero, como decimos al comienzo de este capítulo, también existe otra deuda y ésta es de carácter cultural. En efecto, no sólo los códigos, semánticas, cosmovisiones e identidades indígenas no han estado presentes, en su real expresión en la agenda política y económica y cultural del país, sino que fundamentalmente, el rostro indígena ha estado prácticamente invisibilizado. Y lo hemos condenado, como estado y sociedad chilena, prácticamente a 200 años de soledad, dejando que su cultura, idioma e identidad, solo se desarrolle en la trastienda de sus fogones. En lo concreto, se ha reducido su presencia en la agenda pública casi a un tema de folclore o de terroristas.

En efecto, estas son las dos visiones prácticamente antinómicas y extremas con que aparece lo indígena en los medios. La invisibilidad y la reducción a estereotipos, también es una deuda histórica. Pero de esta deuda nadie habla. ¿Cómo hacernos cargo de esto?


    VI.            ¿Cómo seguimos? El rol de las elites y clases dirigentes chilenas

 Después de 28 años de recuperada nuestra democracia, y de implementar una serie de iniciativas y programas, para tratar de visibilizar el tema indígena y dotarlo de una agenda y ruta de resolución, el conflicto no solo permanece, sino que aparentemente se profundiza. Esto ocurre porque se ha venido transformando el eje del reclamo y demanda indígena.  En un primer momento se responde a la situación de pobreza estructural que tenía el país al año 1990, con cerca de un 45% de pobreza. La situación en las comunidades indígena era aún peor, en todos los indicadores sociales y económicos. Hoy, la situación respecto de la pobreza si bien se ha reducido para toda la población, continúa siendo mayor en la población indígena. Al respecto, en cuadro comparativo que muestra las Casen entre los años 2006 y 2017, se nota claramente el descenso de la incidencia de la pobreza. Así, si en el año 2006 la incidencia de la pobreza en comunidades indígenas era de un 44,0, en la población no indígena, era de un 28,0; en el año 2017 la relación era de 14,5 en la población indígena y un 8,0 en la población no indígena.

Hoy, más allá de esta gran transformación estructural lograda, se ha incorporado, por parte de las comunidades indígenas de mayor connotación comunicacional, el tema de la autonomía y autodeterminación, asociada al Convenio 169, que como hemos podido apreciar, recién en el año 2008 el estado de Chile adhiere a tal convenio.  Sin embargo, las instituciones del estado seguían trabajando desde la lógica de la pobreza y en dar respuesta al tema de tierras, a través de dotar de recursos y personal a la CONADI y a las instituciones relacionadas con el fomento productivo, particularmente a INDAP y su programa de Desarrollo Territorial Indígena (PDTI). Entonces, más allá de la presencia de la CONADI, y el esfuerzo de las demás instituciones del estado para incorporar la demanda indígena en sus programas sectoriales, finalmente, ésta se hace de manera fragmentada, con escasa coordinación y solo dando respuesta (lo que no puede ser negativo per se) a los temas de reducción de brechas, sean estas sociales, económicas y de infraestructura.

De esta manera, los diferentes esfuerzos del estado (relevantes e importantes) por allegar más recursos a la temática indígena, al no incorporar las variables políticas, finalmente dan una respuesta parcial. Así ha ocurrido con iniciativas tales como el programa “Orígenes”, que se realiza en conjunto con el BID; el pacto Re-conocer, el programa Chile indígena, Plan Araucanía, hasta llegar al actual programa “Impulsa”, entre los más relevantes, donde finalmente la relación entre el estado y los pueblos originarios, particularmente el mapuche, sigue siendo tensa, asimétrica y no exenta de situaciones de violencia.

Entonces, como respuesta a la pregunta, que da inicio a este capítulo, la elite dirigente, cultural, económica, política y cultural “chilena”, por supuesto incluida la coalición de  derecha gobernante, debe entender y hacer entender al país, que el origen de la deuda histórica, no sólo es un tema de tierras; no sólo es un tema de compensaciones; no sólo un tema de pobreza aun siéndolo, ya que independientemente de la baja en las cifras, como hemos apreciado, prácticamente la incidencia de la pobreza en comunidades indígenas sigue siendo casi el doble de la población no indígena; sino que fundamentalmente se trata de una resolución de carácter político.

Hemos visto también que la tensión que ha caracterizado la relación del estado con las comunidades mapuches, desde la perspectiva política, ha sido básicamente de integración-asimilación. Y el estado ha fracasado en la resolución de esta tensión, ya que o el mundo indígena se integra mezclándose y asimilándose a la cultura chilena o queda afuera. Y claramente ha quedado fuera. Quedan sin respuestas las preguntas por la identidad, la cosmovisión y la cultura.

Hoy, al respecto, la tensión política es otra. Ya ha quedado muy claro, que el eje de la asimilación, deja afuera la cultura, la historia, la identidad. Se necesita el eje de la integración, pero ahora debe ir acompañado del eje de la autonomía. Este es el juego o ecuación a resolver. Por lo tanto, la elite dirigencial del país debe estar dispuesta a que esta tensión autonomía / integración, se cargue sostenidamente hacia el eje de la autonomía. ¿Cuánto?, cuánto sea posible. Sin dejar de lado por supuesto los elementos de la integración, tanto del punto de vista político como social. Mientras tanto, será fundamental, desde ya, trabajar las diferentes propuestas para la inclusión del mundo indígena en la geografía política del país. En todos sus niveles: municipal (alcaldes y concejales), distritales (diputados) y circunscripciones (senadores). Y, de manera paralela, obtener en el Congreso el reconocimiento constitucional para los pueblos originarios.  

Si no se resuelve adecuadamente esta tensión política, los 15 comuneros mapuches muertos por situaciones de violencia entre los años 1990-2018, donde al menos 4 de ellos lo han sido por disparos realizados por agentes del estado (carabineros): Alex Lemún en el año 2002; Matías Catrileo en el año 2008; Jaime Mendoza Collío, el año 2009 y Camilo Catrillanca a finales del año 2018, lo habrán hecho en vano. Ha llegado el momento para decir que ninguna otra muerte es necesaria para resolver el conflicto, ni menos para implementar políticas públicas.

  VII.            ¿Cómo seguimos? El rol del movimiento social indígena.

El movimiento social indígena, también debe construir una respuesta a la pregunta anterior. Y, al igual que la elite dirigencial, debe tener también una respuesta para el país y la opinión pública.  Al respecto el tema es bastante complejo. En primer lugar, consistente y coherente con la historia mapuche, no existe una sola voz que represente el sentir del pueblo mapuche. Están las identidades territoriales por un lado (mapuches Huilliches, lafquenches, pehuenches, wenteches y nagches y sus organizaciones), y, por otro lado, las organizaciones de representación amplia: Consejo de todas las tierras, la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), La Alianza Territorial mapuche, entre las de mayor connotación comunicacional.

También estas tres organizaciones pertenecen a la corriente más radicalizada, incorporando en su reivindicación, que es de autonomía y autodeterminación, acciones de violencia (quemas de maquinaria, camiones, casas, galpones, etc.) con profusa difusión mediática. Para estas organizaciones, la reivindicación política de autonomía territorial, sólo se logrará obligando al estado a sentarse a una mesa, a través de una suerte de dialéctica de violencia-diálogo. No sabemos cuánto de esta estrategia es compartida por el pueblo mapuche. Tampoco sabemos qué tanto apoyo concita en el pueblo chileno, que comparte la reivindicación mapuche asociada a la deuda histórica, esta estrategia de violencia-diálogo.
 
Lo que sí se sabe por datos y evidencia empírica es que, como lo consigna el “Informe del Proceso Constituyente Indígena”[8] dado a conocer en mayo de 2017, proceso al cual se restan justamente las organizaciones más radicalizadas arriba mencionadas, una amplia mayoría de las 17.000 personas participantes del proceso reivindicaron las demandas de corte más político y que los medios y parte importante de la elite solo atribuyen a “grupos violentistas”, a saber: autonomía, autodeterminación, reconocimiento constitucional, derechos colectivos, entre las más relevantes. Por supuesto también aparecen las reivindicaciones más estructurales, relacionadas con la situación de pobreza de las comunidades, de las brechas en infraestructura vial y productiva (caminos, cercos, bodegas, agua potable, electrificación) y los temas de educación y salud. Por lo tanto, la transversalidad de la reivindicación política es un elemento que permitiría ordenar la discusión.

Si esto es así, subyacen entonces dos grandes temas que el movimiento indígena debe hacerse cargo. En primer lugar, si el fin último, de largo aliento es sentar a las autoridades del estado y resolver las principales reivindicaciones políticas asociadas a la tensión autonomía-integración, se requerirá de un apoyo significativo y mayoritario de la sociedad chilena. Será necesario, por tanto, interlocutar con instituciones como el Congreso, la Corte Suprema, el Ministerio Público, los Partidos políticos, Centros de Estudios, Universidades, Iglesias, etc., etc. Es decir, tener la suficiente masa crítica que permita diseñar e implementar una ruta de resolución. Algo parecido a los “Koyangtun” o parlamentos realizados históricamente.

En segundo lugar, reflexionar acerca de la mejor metodología para alcanzar este fin último o estrategia. En este sentido, la dialéctica violencia-diálogo, ha permitido visibilizar una causa. La pregunta que es necesario responder es si esta lógica, semántica y acciones de violencia son lo suficientemente sólidas para concitar un apoyo mayoritario de la ciudadanía. Es decir, hablamos y reflexionamos sobre la táctica. Y, al respecto, mi impresión es que esta táctica no alcanza para obtener el fin. Por lo tanto, quizás haya que pasar a otro plano, al del convencimiento, al de la profundización de la democracia, con estrategia y tácticas democráticas. Es decir, al plano de las argumentaciones. Esto no significa detener las movilizaciones. Al contrario, se trata de cambiar el sentido y el método. Jamás renunciar a las convicciones.

VIII.            Conclusiones

1.      La deuda histórica del estado con el pueblo mapuche es real. Las elites gobernantes no han sido capaces de hacerse cargo de la resolución de esta deuda. Desde el origen del estado, que se estructura y consolida antes que la sociedad[9], dando origen a la República y nación chilena, las elites políticas, económicas y sociales, no consideraron la integración del mapuche, sino su asimilación. Situación que prácticamente duró hasta 1965.

2.      El golpe de estado de estado de septiembre de 1973 y la dictadura cívico militar que gobierna al país hasta 1990, profundiza la deuda al traspasar parte importante de tierras expropiadas durante el proceso de reforma agraria, fueron traspasadas a las empresas forestales, que, en lo fundamental, no se han caracterizado por sostener políticas de buena vecindad con las comunidades indígenas.

3.      Es cierto que una vez recuperada la democracia, la cuestión indígena ocupa un lugar en la agenda pública. Sin embargo, más allá de las intenciones, sólo se responde a una lógica de reducir la pobreza y no a incorporar las reivindicaciones políticas. La correlación de fuerzas, habida cuenta del sistema binominal y de los senadores designados, condujo a que el peso de la derecha fuera muy significativo y no aceptara que se implementaran los cambios políticos. Recién el año 2008, se reconoce el Convenio 169 de la OIT. El reconocimiento constitucional, sigue esperando.

4.       Cuando se desean realizar cambios profundos a nivel de constitución y sistema social, el tema de la táctica no es menor, ya que será necesario, contar con mayorías lo suficientemente amplias, para poder implementar los cambios. Incluidas las pertenecientes al “bando” opuesto. Lo mismo respecto a la masa crítica para presionar por las transformaciones. Y ésta, en el caso de la tensión estado-comunidades mapuches, aún no es lo suficientemente profusa, amplia y sólida para ganar alguna batalla comunicacional. La opinión pública, si bien se muestra proclive a la causa mapuche, o mira con simpatía el movimiento indígena, e incluso se manifiesta con mucha fuerza para denunciar el asesinato de un comunero mapuche a manos de agentes del estado, no sabemos si estará dispuesta a avalar, por ejemplo, algún atisbo de salida insurreccional, al estilo Chiapas[10], como mecanismo de resolución del conflicto en la región de la Araucanía. Además, que, al menos en términos de la situación estructural de pobreza, la situación en el estado de Chiapas no ha variado mayormente después de 24 años de ocurrido el alzamiento. En este sentido, no es menor el desafío para el movimiento social indígena, dar respuesta a la pregunta que encabeza el capítulo.

5.      Será importante para el movimiento social indígena, clarificar las batallas que se dan en “nombre del movimiento mapuche”: están los anticapitalistas y antiglobalización que ven en esta lucha, elementos para llevar “aguas a su molino”; lo mismo ocurre con sectores anárquicos antisistema y anti estado en general, que visualizan en esta resistencia indígena, un espacio más que atractivo para su causa. Están también los grupos nostálgicos anti dictadura militar que intentaron levantar resistencia armada desde el territorio mapuche. En fin, son varios grupos que comparten cierta semántica bélica de buenos y malos, de ricos, de extractivistas burgueses y de pobres. También están los del otro extremo, de la “sociedad blanca chilena”[11] aquellos que consideran terroristas y comunistas cualquier reclamo indígena, que aspiran a llevar el conflicto al terreno de “las ametralladoras”, para reponer el orden y la estabilidad y que no creen en la multiculturalidad, sino en aplastar al otro y a los otros, reproduciendo juicios racistas, xenófobos y nacionalistas (chauvinistas).

6.      Lo concreto, es que las significaciones de guerra, copan el espacio comunicacional y dejan prácticamente sin alternativa las posibilidades para la resolución política.  Los ganadores (temporales) de estas conceptualizaciones y semánticas de violencia, por supuesto pertenecen a los extremos del arco político. Así, entre los discursos de las organizaciones mapuches ya mencionadas y la organización que agrupa alrededor de 12 gremios de la Araucanía, asociados a actividades agrícolas, comercio, forestales, entre otras, que le exigen al gobierno que declare la “zona de excepción” en la región, lo que significa la presencia activa de militares, la factibilidad que se incorporen los ejes políticos en la discusión tiende prácticamente a cero. Y ahí sabemos quiénes son los que resultan ganadores. Y más que resolver las tensiones, y hacer ejercicios de comprensión, en ambos casos el modelo es aplastar al otro. ¿Podremos desde esta metodología, obligar al estado chileno a sentarse y resolver políticamente las tensiones?

No será que ha llegado el momento de dejar atrás la alternativa estéril del todo o nada. Es cierto, las respuestas violentas a la oprobiosa situación de pobreza real y dramática que viven las comunidades indígenas, particularmente las mapuches, de racismo, de violencia incluso del estado y de sectores de la sociedad, alcanzan, como hemos dicho, para mostrar el tema, pero no para resolverlo. ¿Qué hacer entonces?

7.      Claramente, y lo decimos sin ambages, no se trata de la inacción de los complacientes y dejarlo todo tal como está. Todo lo contrario, se trata de no resignar nada, de pedirlo todo, de exigirlo todo, pero con épicas que tengan destino. Que convoquen a las mayorías, que generen adhesión. El cambio que se requiere es muy profundo, por lo tanto, los pasos a seguir y la ruta de resolución debe incluir mayorías claras que presionen para obtener un fin último, que no sólo es el reconocimiento constitucional, demanda que por lo demás estaba ya en el año 1988 en el acuerdo de Nueva Imperial, sino que necesariamente debe incorporar elementos de autonomía y de derechos colectivos. Pero para que ello ocurra, hay que luchar en el terreno en que se puede ganar. No en el terreno de las metrallas, ni de los cañones, sino en el de la razón y de los argumentos. Estos son los instrumentos de la democracia. 





[1] Mitos Chilenos sobre el Pueblo Mapuche: Carlos Bresciani,(sj); Juan Fuenzalida (sj), Nicolás Rojas y Davis Soto (sj). (2018) Centro de Etica y Reflexión Social, Fernando Vives, pag 28
[2] Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos indígenas (2008). Informe de la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas Santiago de Chile, Gobierno de Chile, (339)[3] Comisión De Verdad…op cit, pag 42, citado en Mitos chilenos sobre el pueblo Mapuche, op cit
[4] Es además imposible desvincular este traspaso espurio con el trasfondo histórico, prehispánico, e indagado arqueológicamente de los asentamientos mapuches en esa zona desde tiempos remotos. Es decir, ellos no habían llegado ayer. La ocupación de todas las provincias de Chile con anterioridad a la llegada de los españoles fue un proceso que comenzó hace al menos 15000 años. Antecedentes más directos en zona mapuche son Pitrén y Vergel, que posteriormente dan origen a la cultura Puren-Lumaco. Más antecedente en Tom Dillehay, “Monumentos, Imperios y Resistencia en los Andes. El sistema de gobierno mapuche y las narrativas rituales”. Qilloa 2011, Universidad Católica del norte.
[5] Más antecedentes al respecto, Oscar Osorio V. en www. Decálogo de la Reforma Agraria. De la esperanza al desalojo, junio 2017 
[6] Una investigación del Instituto de Derechos Humanos, la Unión Europea y la Asociación de Investigación y Desarrollo Mapuche (AID), confirma a 171 personas mapuches, hombres y mujeres, víctimas de la dictadura (entre ejecutados y detenidos desaparecidos)
[7] En materia de restitución de tierras, vía letra 20 (b) se han adquirido desde 1994 hasta diciembre de 2016 (no tenemos los datos relacionados con la compra de tierras del 2017) un total de 176.655 hectáreas para unas 469 comunidades indígenas, beneficiando a un total de 17.194 familias (se excluyen de este análisis las compras realizadas en 2016 a través de la glosa N°12 de la Ley de presupuesto, pues corresponden al ejercicio presupuestario 2017). La inversión total alcanza los M$ 455.386.954 (en moneda de 2017). Para La Araucanía, se han adquirido 105.130 Hás. de tierras, beneficiando a 12.869 familias, con una inversión de $354.574.241.180, en moneda de 2017.Elaboración propia con datos de Conadi 
[8] Más antecedentes en “Mitos Chilenos sobre el Pueblo Mapuche, op cit. páginas 74-75
[9] Mario Góngora, “Ensayo histórico sobre la nación del estado chileno, en los siglos XIX y XX. Editorial Universitaria, 1981
[10] En el estado de Chipas viven 5,2 millones de personas. 4 millones de ellos, viven en situación de pobreza, esto significa el 77,1%. 20 de los 25 municipios del estado, cuya población es mayoritariamente indígena, se encuentra en este porcentaje. Es decir, luego de 24 años del iniciado el camino insurreccional, el estado de cosas no ha variado mayormente. 
[11] La empresa de conquista española, a diferencia de la empresa inglesa puritana de familias, se basó en el arribo principalmente de hombres. Por lo tanto, los que nos hacemos llamar chilenos tenemos una base mestiza, así lo indican los estudios de ADN. No somos ni indígenas, ni europeos, somos mezcla…esto profundiza aun mayormente la deuda, pues es una deuda a nosotros mismos.