martes, 31 de julio de 2007

La salvaguardia

Rodolfo Fortunatti

«Aquí se aplicó una cultura del ocultamiento y del engaño», declara Sebastián Piñera. Lo dice presumiendo que el gobierno habría ignorado el Informe de Metro. «A sabiendas de estos problemas de diseño e implementación —remacha el aspirante presidencial—, casi todos, partiendo por la Presidenta, se fueron de vacaciones».

¡Qué soltura! Berlusconi no habría podido hacerlo mejor.

Hay que hacerse cargo de las declaraciones de Piñera. Por un par de razones. Se trata del más probable postulante de la derecha en las elecciones del 2009. Seguidamente, su conducta política de ahora, revela cómo actuaría a futuro enfrentado a circunstancias semejantes. Nos da signos sobre su talante, su carácter de estadista, su firmeza y resolución. También nos da señas acerca de su consecuencia política, un bien muy preciado en aquellos que han sido formados en los valores del humanismo cristiano. Algo que no es menor, pues, si Piñera es consecuente con lo que dice, entonces él jamás aplicaría una cultura del ocultamiento y del engaño. Si Piñera es consecuente, nunca tomaría vacaciones a sabiendas de la existencia de problemas. Si Piñera es consecuente, prestaría atención a cualquier informe que previera un escenario crítico. Más aún, si Piñera es consecuente, como Presidente de la República habría postergado la implementación del Transantiago, basado en el Informe de Metro.

Piñera no escatima calificativos. Habla de engaño, lo cual significa que el gobierno falta a la verdad en lo que dice, hace, cree, piensa o discurre. Habla de ocultamiento, o sea, de callar advertidamente lo que se pudiera o debiera decir. Habla de disfrazar la verdad. Y todo esto lo ampara en la convicción de que el gobierno no le habría dado la debida importancia al Informe de Metro, lo cual contrasta con la que el empresario le otorga. Es tal la importancia que Piñera le asigna al Informe, que acaba por convertirlo en un oráculo, en una ventana abierta hacia el porvenir, hacia lo desconocido. Nótese que Piñera aparece como general después de la batalla, a no ser que haya tenido acceso al Informe de Metro, cuando apareció en noviembre de 2006, en cuyo caso estaba obligado a advertir lo que ahora denuncia. Pero, precisamente, porque vivimos en una sociedad del riesgo, es que un político —como lo haría un cirujano— debe preguntarse cuán seguro es el informe que llega a mis manos. Cuán fundadas son sus predicciones. Cuán asertivas sus recomendaciones de política.

¿Se hizo estas preguntas Piñera? ¿Leyó Piñera la salvaguardia del Informe de Metro? La salvaguardia es una garantía, un amparo, que se dan los informantes para protegerse de los efectos no deseados que podrían tener para sí mismos sus análisis y previsiones. Es una custodia del tipo siguiente: «dados estos antecedentes, podría suceder esto, pero no tengo certeza de su ocurrencia». En el Informe de Metro, la salvaguardia es muy clara y explícita, y fue puesta en la primera página, según se lee:

«A propósito de la implementación de Transantiago, la situación real y concreta que vivirán los santiaguinos una vez materializado plenamente este proyecto, sólo se podrá dimensionar después del 10 de febrero próximo, posiblemente, al cabo de tres o cuatro meses de operación.

«Por lo tanto, las proyecciones que se hagan hoy para anticipar dicha situación, y todos los comentarios basados en esas proyecciones (incluyendo los que siguen), son meras aproximaciones. Esto vale por supuesto, para Metro».

¿Por qué los autores plantearon esta salvaguardia? Porque, como lo expresara otro observador al cabo de cuatro meses de operación del sistema, «nadie podía predecir la magnitud de la crisis generada». Nadie. Tampoco los autores del Informe de Metro, como se podría probar contrastando sus predicciones con la realidad… Desde luego, la ciudadanía se comportó de un modo más racional que el pronosticado. Ello, no obstante, la fuerte campaña de la televisión, de la prensa y de los activistas.



viernes, 27 de julio de 2007

La Nostalgia «Light»

Rodolfo Fortunatti



«Hay Sarkozy para todos», concluye Eugenio Tironi, rescatando las virtudes progresistas que quisiera ver en el líder francés. Tironi, situado así a la derecha de Jocelyn-Holt, el historiador de derechas. No es extraño que Jocelyn-Holt vaya más adelante; puede ver más hacia adelante. En cambio, Tironi, a la luz de Jocelyn-Holt, acaso refleje el aguatonamiento mundial de las izquierdas, según la viva expresión acuñada por este último.

«Hay Sarkozy para todos», señala Tironi. Parece creer que por un par de discursos y unos ministros socialistas en su gabinete, Sarkozy se hubiera convertido en la reencarnación moral de la política. No es lo que piensan los franceses. Esto, a juzgar por la minoritaria presencia sarkozista en el Parlamento. Como fuere, el movimiento se demuestra andando, y Sarkozy tiene cuatro años para demostrarlo. El mismo que tiene Tironi para revisar su apología. Lo demás es pura ficción política; puro juego de escenarios. Un juego que, sin embargo, le quita peso, profundidad y proyección, a la acción política.

«Hay Sarkozy para todos», consuela Tironi, en un gesto de justicia redistributiva que nadie reclama. Porque ni Hermógenes Pérez de Arce —que lo emula al borde de la línea democrática— piensa que pueda haber Sarkozy para todos. Hasta el ex colaborador de Pinochet está convencido que el presidente galo representa a la derecha de siempre. ¿Por qué la derecha querría compartir lo que ha sido siempre de la derecha? ¿Y a qué izquierda tendría que interesarle la oferta que hace Tironi? Si aquella izquierda apareciera, lo más probable es que haya dejado de serlo.

«Hay Sarkozy para todos», declama Tironi. Lo cierto es que no hay Sarkozy para la izquierda genuina. No para el auténtico progresismo. Quizá para la izquierda light. El problema es que la cáustica crítica de Sarkozy apunta precisamente a esta izquierda heredera del Mayo del ‘68. Esta que en Chile hace lo imposible por contemporizar con una derecha arcaica, anquilosada en la defensa de sus intereses, vacía de principios ideológicos, e incapaz de construir una mirada universal, como la anhelada por Jocelyn-Holt.

Semejante universalidad se consigue, claro, con una profunda pasión por la tierra, por la época, y por la gente. Porque un gran amor —como pensaba Mounier— comienza con una gran pasión.

jueves, 12 de julio de 2007

Juicio a Fujimori

Rodolfo Fortunatti

En contraste con el rostro amable y sonriente que exhibe desde su residencia de Chicureo, Fujimori es uno de los peores enemigos de los derechos humanos, las libertades y la democracia en América Latina. Gobernó Perú entre 1990 y 2000. Durante su administración amparó y promovió la acción represiva de escuadrones de la muerte, los atropellos al Estado de Derecho, la impunidad, la corrupción, y la persecución sistemática de los opositores.

Ayer, el ministro Instructor de la Corte Suprema, el único facultado para valorar los antecedentes sobre Fujimori, rechazó la extradición solicitada por el gobierno peruano. El ministro se formó una sola convicción en los doce ilícitos que se le imputan a Fujimori, entre ellos, las graves violaciones a los derechos humanos. El ministro cree que los delitos no estarían debidamente acreditados.

Según el
fallo, no existiría evidencia de la conexión entre Fujimori y el escuadrón Colina, causante de los asesinatos de Barrios Altos y La Cantuta. Lo que sí habría serían declaraciones de testigos de oídas… ¡que no presenciaron jamás el momento en que el Presidente habría ordenado la comisión de estos delitos! Tampoco constituiría prueba de peso que Fujimori haya dictado una Ley de Amnistía para proteger a los ex militares comprometidos en acciones antisubversivas. La dictó el Congreso, no Fujimori, dice el fallo. Y no podrían sancionarse los actos de corrupción del ex gobernante, pues al momento de consumarse no existía legislación. A Fujimori se le atribuye la apropiación de patrimonio público avaluado en unos dos mil millones de dólares.

Así y todo, lejos de tomar el dictamen del ministro Instructor como una derrota para la causa de los derechos humanos, debe ser visto como una oportunidad para ratificar el valor universal de estos derechos donde quiera que fueren vulnerados. Pues, con su actuar, el ministro Instructor acaba de iniciar en Chile el juicio de fondo contra Fujimori. Con ello, y más allá de la extradición, los juristas han quedado exhortados a nutrir y a sustentar la evidencia disponible, en una cultura política que, como la chilena, se ha vuelto sensible a los excesos de los tiranos. Y la sociedad civil, las organizaciones populares, los organismos de derechos humanos, los ciudadanos, han quedado a su vez instados a promover un diálogo moral que sitúe a la Justicia en la justicia. Sólo así quedará claro que cuando el Estado viola la integridad de un peruano, en realidad también daña la integridad de un chileno.



miércoles, 11 de julio de 2007

El vacío de poder

Rodolfo Fortunatti

Hasta hace unos meses Longueira era el político mejor posicionado de la UDI. Al menos para disputarle a Piñera su ventaja presidencial. Hasta hace unas pocas semanas, la alta aceptación de Piñera en la opinión pública lo convertía en el más probable candidato de la Alianza. Todavía la SVS no le aplicaba la multa que lo dejó en jaque. Hasta hace unos días —quizá cuando Mauricio Macri reveló el nuevo talante moral de la derecha argentina— la política de choque de Allamand no tenía competencia. Hasta hace unas horas, lo que parecían pequeñas variaciones de temperatura en el «baño maría» que disfrutaban RN y la UDI, se tornó en atmósfera fría y lacerante. Hasta hace unos minutos, lo que pudo ser silencio y complicidad, tomó un cariz enteramente distinto. La UDI por las claras le planteó a Piñera que no podía esperar apoyos corporativos como si ella «tuviera la obligación de defender sus intereses en negocios particulares».

«La Alianza pisó el palito», concluyó entonces Espina. Lo dijo como si creyera que la Concertación está en condiciones de orquestar la intervención electoral de que la acusa. Lo dijo como queriendo olvidar el patético final de la otrora «patrulla juvenil», la trenza formada por Piñera, Matthei y Allamand, cuyos fantasmas retornan hoy transfigurados a la escena nacional. Lo dijo como ignorando el secular temperamento autodestructivo de la derecha chilena. Casi indiferente a la lección de Gabriel González Videla, último liberal radical que encabezó una coalición sólida y estable. Porque desde 1952 que la derecha no sabe lo que es gobernar en coalición. Y desde entonces que no sabe cómo construir mayoría.

Con todo, los problemas de la derecha no son muy distintos de los de la Concertación. Sus fracasos no están ligados a la suerte de Sebastián Piñera, Adolfo Zaldívar o Fernando Flores. Podría prescindirse de ellos y de sus circunstancias personales, y todavía las dificultades seguirían ahí. Y no es que falten sueños, esperanzas, o expectativas de un mañana mejor. Todo el mundo aspira a algo, e imagina caminos para conseguirlo. El problema es cómo realizar esos sueños que sólo unidos a otros podemos alcanzar. El problema es de la política. La política que se ha hecho actividad de elite, de pequeño grupo, de fracción. Lo confirman las encuestas. Sólo 2 de cada 10 chilenos aprueban lo que hace la Concertación. Y sólo 2 de cada 10 aceptan lo que hace la Alianza. El resto mira y, si en algo le importa el asunto, desaprueba.

La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Mientras más democracia, más poder para el pueblo. Sólo que aquí no ha funcionado el ideal. Nunca en democracia hubo volúmenes más grandes de
poder concentrados en tan pocos. Nunca en democracia hubo más personas al margen de las decisiones, y nunca tantos decidieron tan poco sobre la organización de los intereses colectivos y sobre sus vidas. Tanto, que por el camino que transitamos quizá lo único que estemos consiguiendo sea abrir un colosal vacío de poder social.

Los satisfechos se muestran satisfechos. Y quisieran que muchos se exhibieran igualmente satisfechos. Que aceptaran la política tal cual es. Que se resignaran a la destrucción de los lazos de solidaridad. Que admitieran la pérdida de cultura política, de dominio, de saber, de autonomía, de libertad. Y, finalmente, la pérdida de conciencia sobre los propios derechos. Pero la política es el gobierno del pueblo. Y devolverle el poder al pueblo, pasa por restablecer el valor moral y político de la concertación, esto es, del acuerdo superior y general de la sociedad civil en la cúspide del Estado.





martes, 3 de julio de 2007

La política como estrategia pura

Rodolfo Fortunatti


Hay quienes, asumiendo una relación entre la moral y la política, disciernen la presencia de dos éticas contrapuestas en la actual controversia democratacristiana. Se trataría de los dos principios normativos para la acción descritos por el sociólogo alemán Max Weber. Por una parte, la ética de la responsabilidad, según la cual el sujeto actúa calculando las consecuencias que sus actos tendrían para los demás. Y por otra, la ética de la convicción, donde el sujeto actúa siguiendo sus creencias sin prestar atención a las consecuencias de sus actos. Su máxima se expresaría de un modo semejante a: «Obra bien y deja las consecuencias en las manos de Dios».

Llevado a la práctica, por responsabilidad política, la Democracia Cristiana, sus órganos directivos y sus representantes en el Congreso, habrían acordado aprobar los recursos adicionales para el Transantiago. El partido habría calculado los costos sociales de no hacerlo. En su reverso, el senador Adolfo Zaldívar, movido por la firme convicción de que el Transantiago es el mayor crimen social de la historia de Chile, habría obedecido a su conciencia, rechazando el proyecto del Ejecutivo. Como corolario de lo anterior, el partido habría actuado de manera pragmática, mientras que el parlamentario lo habría hecho de un modo voluntarista o purista.

Se podría discutir ampliamente esta tesis, pero bastaría con señalar que por lo general no seguimos estos preceptos al pie de la letra. Más bien actuamos con una responsabilidad convenida. Procuramos seguir los dictados de nuestra conciencia, eliminando o reduciendo al mínimo los efectos nocivos que nuestros actos podrían eventualmente tener para los demás. Porque, si nos manejáramos en cada lugar y a cada instante por el puro cálculo de conveniencia, más temprano que tarde el oportunismo que esto entraña quedaría al desnudo. Y al revés, si nos moviéramos por puras convicciones, seríamos santos. Y no lo somos. El Sermón de la Montaña —acaso el mejor ejemplo de una ética absoluta— demuestra cuán imperfectas pueden ser nuestras conductas. ¿Dónde está aquel cuya conciencia ha obedecido siempre a los cuatro mandamientos del Sermón de la Montaña? ¿Dónde el que lo ha dejado todo? ¿Dónde el que ha puesto la otra mejilla? ¿Dónde el que no responde al mal con la fuerza? ¿Dónde el que siempre dice la verdad?

Lo que diferencia la acción de la Democracia Cristiana del comportamiento del senador Zaldívar, no es pues la responsabilidad de uno y la convicción del otro, sino un contrapunto distinto, pero de factura igualmente weberiana.

Max Weber, además de la dicotomía responsabilidad/convicción, también distinguió la acción política orientada a fines y la acción política con arreglo a valores. En la acción política ajustada a fines todo comportamiento se justifica según su adecuación al fin deseado. Donde el fin es lo que el consenso social dice que es. La verdad, por ejemplo. También la vida. ¿Qué hacer sin embargo cuando los fines son contradictorios? ¿Qué hacer cuando decir la verdad comporta el sufrimiento de otro? ¿Qué hacer cuando salvar la vida supone matar a otro? ¿A quién elegir cuando sólo se puede salvar a uno de dos hijos? La acción con arreglo a fines no da respuesta, porque tampoco resuelve cómo se origina el consenso social. De este modo, también la corrupción podría ser un fin socialmente aceptado y, por lo tanto, un principio ordenador de la acción colectiva. Como lo pueden ser las peculiares nociones de «crimen social», «poderes fácticos» o «establishment», acuñadas por el senador Zaldívar.

En la acción con arreglo a valores todo debe guardar coherencia con el bien perseguido, lo cual entraña la jerarquización de los bienes deseados. Así pues, el valor de la vida corona la escala de valores, aunque dar la vida por otros, sugiere una dignidad aún más excelsa. El problema es que en Weber, como en Zaldívar y en el «G9», los valores permanecen relegados en la esfera privada —o sea, en el plano de la fe, donde el pluralismo soporta cualquier cosa—, mientras que la acción pública se reduce a una pura racionalidad instrumental: los otros son medios para algo. La cohesión del «G9», y su acción de pequeño grupo, se construyen a costa de la Democracia Cristiana y de sus valores comunes. La lealtad y la disciplina no existen sino subordinadas a una conciencia individual que reivindica para sí misma su revelación y excelencia. Esto transforma su acción política en un modelo esencialmente estratégico.

Pero una acción puramente estratégica, una acción instrumental, una acción desprovista de valores comunes, de valores actuales y arraigados en el espacio público, es una acción vaciada de humanidad. Si Ortega y Gasset viviera, diría de ella lo que a principios del xx lo hizo proferir dicterios contra el
«señorito satisfecho»:

«…ha venido a la vida para hacer lo que le dé la gana… es el que cree poder comportarse fuera de casa como en su casa, el que cree que nada es fatal, irremediable e irrevocable… un hombre nacido en un mundo demasiado bien organizado del cual sólo percibe las ventajas y no los peligros. El contorno lo mima porque es civilización —esto es, una casa— y el hijo de familia no siente nada que le haga salir de su temple caprichoso, que incite a escuchar instancias externas superiores a él, y mucho menos que le obligue a tomar contacto con el fondo inexorable de su propio destino».