lunes, 24 de septiembre de 2007

Lucha y pacto social

Rodolfo Fortunatti

En los precisos momentos en que Alan Greenspan publica sus memorias, en Chile se oye una nueva demanda de justicia. En los instantes en que el ex presidente del Banco Central de Estados Unidos lanza al mercado su último libro, Época de turbulencia: aventuras en un mundo nuevo*
, la Iglesia reclama un pacto social a favor de la solidaridad, la paz y la democracia. Dos discursos simultáneos, pero con fuertes contrastes.

Por una parte, Greenspan, que ahora —porque nunca en sus dieciocho años a cargo de las reservas federales— posa de paladín de las altas tasas de interés, las bajas de inflación, y el control del gasto. Si se ha atrevido a criticar la política fiscal del mismísimo Bush. Alan Greenspan que, como el converso
Peter Berger («me he vuelto enfáticamente pro-capitalista», confesó un día a sus amigos del CEP), descree del imperialismo y de las elites económicas como fuentes del subdesarrollo. Pero por otra parte los obispos, todos los obispos, especialmente el cardenal Errázuriz y monseñor Goic. El Cardenal, porque ha convocado al país a un amplio pacto social que combine «crecimiento económico y sus ventajas, con el aumento de la productividad y de los lugares de trabajo, y con el crecimiento en justicia social, acogiendo sus imperativos éticos». El obispo Goic, porque ha iluminado el sentido del compromiso político cristiano: «de poco nos serviría una democracia que no fuera capaz de generar más justicia social, y de poco nos serviría un mayor crecimiento del que sólo algunos se beneficiaran y engendrara nuevas y mayores injusticias».

Hay quienes creen hacerse cargo de las exhortaciones pastorales oponiéndole el clásico reduccionismo liberal católico, que no por burdo resulta menos tecnocrático. ¿Para qué un pacto social —se preguntan— si existe contrato colectivo? ¿Para qué negociación colectiva cuando hay contrato individual? Mañana, a no dudarlo, nos rebatirán con los argumentos de Greenspan, aun sabiendo que la respuesta no se encuentra bajando hacia los procedimientos, sino subiendo hacia los principios, donde la pregunta es otra.

¿Qué es lo que buscamos? ¿Cuál es el bien perseguido? ¿Deseamos dotar a las personas de las capacidades y facultades necesarias para ser reconocidas? Porque hoy no todos se sienten reconocidos. De otro modo no se entiende que exploten, cada vez con mayor virulencia, las luchas políticas y sociales que han conmocionado al país. Satisfacer este anhelo de reconocimiento entraña pues plasmarlo en las instituciones y, seguidamente, en la convivencia social. Lo uno, para hacer justicia; lo otro, para inhibir los deseos de venganza, y asegurar los estados de paz. Ser capaces y ser reconocidos son condiciones de la realización de las personas, o sea, de la conquista de mayor libertad y autonomía.


Quizá nadie como
Paul Ricoeur haya explicado de manera más lúcida esta relación. Primero, para Ricoeur la persona humana es una historia, esto es, una biografía, un proceso, un continuo que se extiende a lo largo del tiempo. Segundo, Ricoeur distingue dos tipos de capacidades, a saber, las heredadas por transmisión genética, y las adquiridas por efecto de la socialización. Tercero, Ricoeur identifica las capacidades de decir, de producir espontáneamente un discurso sensato; de actuar, de producir acontecimientos en la sociedad y en la naturaleza; de contar, de relatar acontecimientos de manera legible e inteligible dentro de una historia; de imputabilidad, de ser autor de actos; y de promesa, de comprometer la palabra y de limitar así la incertidumbre acerca del mañana y el riesgo de traición. Cuarto, según Ricoeur la persona aspira a que estas capacidades sean reconocidas por los demás. Quinto, este reconocimiento no es gratuito, sino que se pide, y no se pide sin lucha y sin conflicto, sino con presión, pues comporta una exigencia de justicia e igualdad. Sexto, el envilecimiento de las luchas de reconocimiento se expresa en humillación, desprecio y violencia en todas sus formas. Séptimo, las luchas de reconocimiento se producen tanto en el seno de la familia, como en las estructuras institucionales, especialmente en el ámbito de los derechos que se fundan en los principios de libertad, justicia e igualdad: «No pueden reivindicarse derechos para mí que no se reivindiquen para otros sobre bases de igualdad». Sin embargo, las luchas de reconocimiento van más allá de las instituciones. Se orientan a trastocar el vínculo social donde ocurren los desdenes y humillaciones, y donde las capacidades reclaman reconocimiento.

¿Pero puede haber reconocimiento sin lucha? Ricoeur sostiene que el genuino reconocimiento surge cuando hay reciprocidad, mutualidad, «proporcionar a cambio». Ricoeur asimismo afirma que esta modalidad superior de generosidad se encuentra en todas las treguas de nuestras luchas y, en consecuencia, en los armisticios y acuerdos sociales. Se trataría de un compromiso cimentado en la amistad política. Un compromiso que trasciende el puro intercambio mercantil. Más todavía, un compromiso que interrumpe el mercado alejándonos de la incertidumbre de la guerra de todos contra todos. A esta especie pertenece el pacto social que por estos días propugnan los cristianos.


*Alan Greenspan, The Age of Turbulence: Adventures in a New World, Penguin Press, NY, 2007.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Suburbia

Rodolfo Fortunatti

Estaba a punto de explotar el otoño caliente del 2005 en Francia. Era el 25 de octubre cuando Sarkozy, a la sazón ministro del Interior, bajó a los suburbios y mirando de frente a las cámaras dijo: ¿Están ustedes ya hartos de esa chusma? ¡Pues los vamos a librar de ella! Sarkozy se refería a los revoltosos. A los miles de jóvenes que desafiando los flashball y los taser de la policía, venían ocupando calles y quemando autos. El año 2004 habían incendiado veinte mil. A esas alturas del 2005 ya llevaban 28 mil. Pero lo peor aún estaba por ocurrir.

Los días 5, 6 y 7 de noviembre, tras las pendencieras expresiones de Sarkozy, fueron quemados 1.400 vehículos. Sus hechores saquearon cuanta bodega pudieron franquear, y cuanta mercancía pudieron convertir en botín. Se apoderaron de calles y barrios enteros, y arremetieron contra todo el mobiliario público. En realidad, contra todo lo que representara al Estado. Aquellos eran en su mayoría menores, agrupados en bandas y tribus suburbanas. Eran, y siguen siendo, los excluidos, los pobres, los vándalos; a ratos, puro lumpen. Eso que Sarkozy llama la caillera (de ra-caille, y éste, de racalha: el vómito, el deshecho) Muchachos de poca conciencia política y, sobre todo, de lenguaje muy elemental. Porque no necesitan manejar grandes discursos ideológicos. Les basta un simple instructivo para agitar la ciudad. Son como esos jóvenes que ayer, de regreso a casa después de participar en los disturbios del centro de Santiago, tarareaban: vamos a tirar cadenas/ y miguelitos y gomas/ vamos a prenderles fuego…

¿Qué tanto puede saber un niñito de 13 ó 14 años del significado enorme que tiene el 11 de septiembre para Chile? —se preguntaba un observador. ¿Les hace falta? Estos no necesitan saberlo, porque no es el 11 de septiembre la razón. No es el odio heredado de sus padres la razón. Es el mundo de Suburbia, donde ser nada es un designio fatal, y conseguirlo todo, es el acto vandálico llamado a torcer aquel destino. Estos pertenecen a la clase universal de los excluidos. Estos pueden ser de la garra, lo mismo que de la banda. Manejar la molotov, igual que el negocio del mercado persa. Y la linterna láser, al mismo tiempo que la mira telescópica, y el fusil hechizo. Sólo necesitan una oportunidad. Y ésta viene de la mano de la planificación política, que trastoca crucialmente aquella situación de exclusión. Es cuando la exclusión social se transforma en violencia social, cumpliendo así el cometido de una acción política planificada.

Por obra de la planificación política, Santiago es una ciudad cercada a lo largo del anillo Américo Vespucio. Por obra de la planificación política, Lo Hermida de Peñalolén, Villa Francia de Estación Central, Herminda de La Victoria de Cerro Navia, y Santo Tomás de La Pintana, marcan los cuatro ejes cardinales de una operación. Por obra de la planificación política la violencia se focaliza en veinte puntos neurálgicos de la ciudad. Tal vez la planificación política no haya previsto suministrar elementos tales como subametralladoras, bombas de ácido, perdigones, escopetas de repetición y armas semiautomáticas. Quizá la planificación política jamás haya contemplado los ataques contra efectivos de Carabineros. Y acaso la planificación política lamente la muerte del cabo Cristián Vera, y las heridas a bala y por ácido sufridas por otros uniformados.

Pero la planificación política es responsable de sus consecuencias. Quienes planificaron la noche del 11 de septiembre no sólo son responsables de la violencia desencadenada contra los hogares, contra los ciudadanos, contra los pobres, contra los trabajadores, contra los carabineros —jóvenes y vulnerables como cualquiera de los imberbes—, y contra las garantías constitucionales. Son asimismo responsables del endurecimiento del Estado. Son responsables de invocar al Sarkozy chileno. Y, en el futuro próximo, serán responsables de poner en manos de la policía un flashball o un taser.



jueves, 6 de septiembre de 2007

Crimen social

Rodolfo Fortunatti

Por estos días comienza a emplearse con bastante regularidad la expresión crimen social. Se la aplica a hechos de diversa índole. Por ejemplo, al incendio de la discoteca Cromañon ocurrido el 30 de diciembre de 2004 donde perdieron la vida 194 personas. También al bombardeo aéreo del 16 de junio de 1955 sobre Buenos Aires, que arrojó más de 300 muertos. En Chile, a la violencia de Estado que buscó frenar el nacimiento y emancipación del movimiento obrero. Según los historiadores Julio César Jobet y Fernando Pinto, entre 1891 y 1925 habrían perecido víctimas de la represión policial y militar, sobre cinco mil chilenos. Sólo en la Escuela Santa María de Iquique habrían hallado la muerte unas 2000 personas aquel 21 de diciembre de 1907. Más tarde, en la llamada Matanza del Seguro Obrero del 5 de septiembre de 1938, fueron acribillados por tropas gubernamentales más de cincuenta jóvenes nacionalsocialistas. El golpe de Estado de 1973 —y hasta el fin de la dictadura de Pinochet— truncó la vida de más de tres mil personas. Serían todos crímenes sociales.

El uso del asbesto en algunos productos y procesos de producción, tomaría el carácter de crimen social por ser éste un material extraordinariamente dañino para la salud de la población. También admitiría dicho carácter, la tragedia de «El Humo» del 19 de junio de 1945, cuando una explosión en la mina de Sewell mató a 355 trabajadores y dejó a otros 747 heridos. Y lo ocurrido el otoño pasado en Argentina, cuando 32 personas perecieron a consecuencia de una intensa ola de frío. La explicación para calificarlo como crimen social es simple: las autoridades habrían dilapidado los recursos públicos destinados a gas y calefacción al fijar sobreprecios y repartir coimas. El 18 de mayo de 2005, abandonados a los fuertes y fríos vientos cordilleranos, murieron 45 soldados en la localidad chilena de Antuco. ¿Fue éste un crimen social? Si lo fue, las responsabilidades políticas se esfumaron. Pero tampoco nadie las reclamó.

Hay quienes inscriben el magnicidio dentro de la categoría de crímenes sociales. Esto, cuando la ejecución del personero ha sido realizada por un grupo social, como en Fuenteovejuna, de Lope de Vega. — ¿Quién mató al Comendador? —preguntó el juez. ¡Fuenteovejuna, señor! —respondió entonces Pascuala, señalando así a todo el pueblo.

Hay quienes amplían el concepto de crimen social a los ilícitos financieros. Así pues, los certificados negociables de inversión, CENI, emitidos por el Banco Central de Nicaragua, serían constitutivos de crimen social, por entrañar un fraude a miles de poseedores de bonos. Hay otros que están ampliando el conocimiento experto en la materia. Se sabe de la aparición de centros de investigación y estudio especializados en crímenes sociales. Finalmente, hay otros que, lejos de toda pretensión política o intelectual, usan la noción de manera laxa, casi jocosa, como cuando afirman que envejecer sería un crimen social, lo mismo que engordar.

Pero en estricto sentido, ¿a qué llamamos crimen? ¿Y qué vendría a ser un crimen social? La voz latina designa un delito grave. Tal vez una
acción indebida o reprensible. Podría significar matar o herir gravemente a alguien. Podría, en consecuencia, aludir al quebrantamiento de la ley. No queda suficientemente claro. Para dilucidarlo, hay que echar un vistazo a la historia, al origen del término.

Quien primero usó la noción de crimen social fue Federico Engels, filósofo y revolucionario alemán, amigo de Carlos Marx, con quien redactó el Manifiesto Comunista. Mas, si hemos de ser fieles al derecho de autor, habría que decir que los primeros en acuñar la expresión, fueron los trabajadores ingleses. De ellos Engels tomó la frase y la plasmó en su obra
La situación de la clase obrera en Inglaterra, escrita entre septiembre de 1844 y marzo de 1845.

¿Qué querían decir los trabajadores ingleses cuando hablaban de crimen social? Se referían a los miles de muertos por el hambre y las enfermedades, que empezaba a cobrarse el capitalismo temprano. Los trabajadores culpaban de ello a la sociedad —o sea, a la burguesía, a la clase dominante— que toleraba y estimulaba la comisión de semejante crimen. Engels se pregunta si los trabajadores ingleses tenían razón en llamar crimen social a esto. Y para verificarlo avanza los siguientes pasos lógicos:

Primero, «cuando un individuo hace a otro individuo un perjuicio tal que le causa la muerte, decimos que es un homicidio;

Segundo, «si el autor obra premeditadamente, consideramos su acto como un crimen;

Tercero, «cuando la sociedad expone a centenares de proletarios a una muerte prematura y anormal; cuando quita a millares de seres humanos los medios de existencia indispensables, imponiéndoles otras condiciones de vida, de modo que les resulta imposible subsistir; cuando ella los obliga por el brazo poderoso de la ley a permanecer en esa situación hasta que sobrevenga la muerte, que es la consecuencia inevitable de ello; cuando ella sabe, cuando ella sabe demasiado bien, que esos millares de seres humanos serán víctimas de esas condiciones de existencia, y sin embargo permite que subsistan, entonces lo que se comete es un crimen, muy parecido al cometido por un individuo, salvo que en este caso es más disimulado, más pérfido, un crimen contra el cual nadie puede defenderse, que no parece un crimen porque no se ve al asesino, porque el asesino es todo el mundo y nadie a la vez, porque la muerte de la víctima parece natural, y que es pecar menos por comisión que por omisión. Pero no por ello es menos un crimen».

Hoy por hoy, lo más próximo a la noción que desarrolló Engels para explicar los desórdenes del capitalismo emergente, es la idea de sociedad del riesgo en la veta sociológica de Ulrich Beck, y de aceptabilidad del riesgo, en la vertiente antropológica de Mary Douglas. Pero aún en Engels, siglo y medio atrás, el crimen social se consumaba con la muerte de la víctima. Por lo tanto, no era aplicable a cualquier forma de vulnerabilidad social.