viernes, 14 de diciembre de 2007

El Perdón


Rodolfo Fortunatti

La irrupción de Frei no traerá la paz, pero contribuirá a ella. El Tribunal Supremo de la Democracia Cristiana no pondrá atajo a la lucha, pero dictará sentencia. No acabará con las odiosidades, rencores y venganzas, pero suspenderá la disputa. Tal vez recupere la legitimidad, magnanimidad y autoridad, que tanto se echan de menos en la Justicia chilena. Acaso ayude a generar las condiciones para el respeto, el diálogo y la cooperación inherentes a los estados de paz.

Pero no acabarán la beligerancia ni el revanchismo. Para hacer desaparecer los deseos de venganza —la
filosofía aún se pregunta si este propósito está al alcance de la política—, se precisan gestos de arrepentimiento y de perdón. Y es sabido que éstos anidan en el fuero íntimo de las personas. Como observa Hannah Arendt, el perdón y la relación que establece entre las personas, siempre es un asunto individual, donde lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo. «La conciliación es entre dos personas» —declara la mesa—. Y Duarte, jefe de la bancada DC, explica: «Aquí no hay una decisión de dos personas, aquí hay una decisión institucional de la directiva de un partido, ratificada y respaldada por la enorme mayoría del consejo nacional, por lo tanto tendrían que llamar a conciliación a cuarenta y tantas personas que constituyen la institucionalidad de la DC». Así y todo, no obstante la penitencia y la indulgencia, la gracia no excluye la justicia. La justicia es la evocación de la regla de equivalencia y el registro de aquello que ha trastrocado las cosas.

El paso por el tribunal es necesario, pero no suficiente. Porque después de la justicia, todavía esperan su turno las
responsabilidades moral y política. La responsabilidad moral convoca la voluntad individual de ofensores y ofendidos, y la dispone a la reconciliación. Sólo se llega a ella por convicción, y, ciertamente, ninguna estructura puede obligarla o condicionarla. En cambio, la responsabilidad política es colectiva, y comporta el llamado a todos los militantes a asumir la identidad y el compromiso ético político de actuar como miembros de la Democracia Cristiana, y de respetarse mutuamente. La responsabilidad política supone que todos son herederos de una misma historia.

Lo más difícil en una organización política es hacer explícita la responsabilidad moral. Precisamente porque ésta entraña el perdón. El perdón es el acto por el cual el ofendido libera al ofensor del daño que causó, y éste reconoce y repara lo hecho. ¿Qué es lo que nos ofende? La ofensa es una expresión de desprecio y humillación: «Yo soy honesto, usted es parte de una asociación ilícita»; «Yo respeto la ley, lo suyo, en cambio, se parece a la mafia siciliana»; «Yo soy sensible al sufrimiento de la gente, usted promueve el crimen social».

La negación que implica el trato desdeñoso, despierta resentimientos en el ofendido. El resentimiento es un odio moral que, no necesariamente, busca la destrucción del agresor, sino mostrar y vencer su falso mensaje. Los argumentos empleados son del tipo: «Es él quien cree que somos unos delincuentes»; «Tengo la convicción moral de que la directiva es tremendamente proba»; «Están en política para servir y no para servirse de los cargos»; «Tienen una trayectoria intachable». El problema del resentimiento es que una baja estima del ofendido lo empuje a renunciar a su defensa, o que, en el otro extremo, a través de un acto de venganza, trate de recuperar la pérdida: «¡Váyanse, váyanse, váyanse!».

Mas, sólo estamos perdonando cuando el perdón que otorgamos no entraña la pérdida de dignidad moral de quien lo recibe. Pero, en su reverso, la genuina garantía de integridad moral es que el perdón se funde en el arrepentimiento de éste. Y claro, el verdadero arrepentimiento supone, primero, reconocer que hubo agravio moral, y segundo, prometer que dicho agravio no volverá a ocurrir. El silencio sobre ambas cuestiones consolida el punto de no retorno.