viernes, 21 de agosto de 2020

UNA GESTA HISTÓRICA

Rodolfo Fortunatti


La revista Foreign Policy se pregunta si Estados Unidos se recuperará del actual trance y qué fortalezas serían necesarias para salir de éste. El análisis lo emprende a través del prisma que ofrece a la ciencia política Seymour Martin Lipset, según el cual la legitimidad del sistema la conceden los ciudadanos que creen en el valor de la democracia en sí misma, en sus principios, valores y objetivos, independientemente de los altibajos que exhiba el desempeño del gobierno, de las fluctuaciones a corto plazo de la economía, y de las políticas y líderes particulares.

Esta creencia ha estado siempre viva en el movimiento popular chileno, y en sus luchas de reconocimiento, y lo estará el próximo 25 de octubre cuando haya llegado la hora de votar. 

Gobierno sin legitimidad

La legitimidad es la adhesión profunda al ejercicio del poder y al funcionamiento de las reglas del juego que garantizan este poder.

La ciencia política ha reservado la noción de legitimidad de desempeño al apoyo prestado por la ciudadanía a la conducción del gobierno y, por contraste, ha denominado legitimidad sistémica a la certidumbre afianzada en la gente de que el orden constituido garantizará el funcionamiento del gobierno y de las instituciones. Una cosa es el presidente y otra cosa la democracia. Ambas son creencias, convicciones y a menudo dogmas, formados en base a las percepciones de las personas respecto de los efectos de la actividad política ordinaria sobre su vida cotidiana.

De ello se sigue que, aunque la legitimidad de desempeño de las autoridades estuviera por los suelos, la legitimidad sistémica podría exhibir una alta aprobación. El desempeño del presidente, del gobierno, del parlamento y de los tribunales de justicia, así como el de las fuerzas armadas y la policía, hoy por hoy, muestra una baja aceptación en el país, al revés del desempeño de los bomberos, de los médicos y de los funcionarios de la salud, que es visto con simpatía y gratitud por la ciudadanía. La encuesta Criteria de agosto destaca que sólo un 12 por ciento de los encuestados aprueba la gestión del presidente y no más del 13 por ciento la competencia de sus ministros. Sin embargo, así sean impopulares, el Ejecutivo, el Congreso y la Corte Suprema, continúan operando, como continúan haciéndolo el Cuerpo de Bomberos y el Colegio Médico, que gozan de mejor aceptación.

También la gente descree de la Constitución y del modelo de desarrollo, pero, a pesar de las rupturas críticas que reveló el Estallido, estos no han cesado de ordenar la actividad política y económica; como que el retiro de ahorros de las cuentas de capitalización individual precisó una reforma constitucional. Y aunque resulte paradójico, las personas confían en que el Plebiscito acordado por el gobierno, el parlamento y los partidos políticos comporta una salida política a la crisis de legitimidad del sistema. Del mismo modo que confían en que el retiro del diez por ciento de sus fondos será efectivamente ejecutado por las administradoras de fondos de pensiones, cuya legitimidad también cuestionan.

¿De dónde procede esta certidumbre social? Parece indudable que esta seguridad en el orden social hunde sus raíces en algo más profundo que una administración o que un conjunto de instituciones. Es una creencia de naturaleza semejante a la preexistente durante la lucha contra la dictadura. Arranca de la cultura política nacional, pues en pueblos como Chile, donde ha imperado una larga práctica de lucha democrática, se han formado valores y convicciones que trascienden el desempeño de los gobiernos y de los sistemas políticos. A este ethos nacional apela el relato republicano.

El discurso del Teatro Caupolicán

El discurso del presidente Eduardo Frei Montalva en el Teatro Caupolicán el 27 de agosto de 1980, es elocuente memoria de esta conciencia arraigada a la tierra y a su gente. Lo es, sobre todo, la maximización de la audiencia que conquistó aquel ritual republicano; un país que solo pudo oír el mensaje a través de las frecuencias de radios Chilena y Cooperativa.

El gobierno se negaba a autorizar el acto. No quería que hablara el expresidente, y no toleraba que la ciudadanía pudiera escucharle. En el Caupolicán se congregaron más de diez mil personas. Y la población igual concurrió a votar aquel jueves 11 de septiembre de 1980, cuando el régimen cumplía siete años desde su instalación. La gente sabía que cualquiera fuera su voto en el Plebiscito Constitucional, su voluntad sería distorsionada u omitida, como lo había sido en la Consulta Nacional de 1978.

En esos momentos el general Augusto Pinochet se ajustaba la investidura presidencial, y el poder constituyente se depositaba en los tres comandantes en jefe de las fuerzas armadas y en el general director de Carabineros. Este era, asimismo, el Congreso, la cámara legislativa. El Poder Judicial sometido había perdido su autonomía, incluso para otorgar amparos En esa hora de Chile se instauraba la Constitución actual y el «modelo de desarrollo» que nos rige, el último —como lo pretendía entonces Francis Fukuyama―, el experimento neoliberal que vendría a coronar el fin de la historia de la humanidad. Meses después, el presidente Frei fue asesinado. Había alzado la voz por los sin voz para denunciar y combatir la imposición del nuevo régimen constitucional.

Más allá del desempeño del gobierno autoritario y del sistema institucional, lo que había era una convicción que comprometía decisivamente la inteligencia y el corazón. Una fe, como la entendió Maritain, o una mística, como la vio Péguy, y, después de él, Juan Pablo Terra, el sociólogo uruguayo. Una poderosa motivación para la acción, en defensa de la democracia frente a quien ha tomado «postura contra la libertad, contra la igualdad fundamental de los hombres, contra la dignidad y los derechos de la persona humana o contra el poder moral de la ley», como se puede leer en El Hombre y el Estado.

El despertar

El 25 de octubre próximo, fecha del Plebiscito, se cumple un año de la masiva concentración pública en la plaza de la Dignidad y en otras plazas de Chile. Un millón y medio de hombres y mujeres de todas las edades, razas y clases colmó las calles de Santiago. Su valor simbólico estriba en haber encarnado el mayor levantamiento cívico del país en contra de la represión procedida de la declaración del estado de emergencia, el incendio de las estaciones de metro, la violencia sin límites practicada por agentes del Estado contra manifestantes inermes, con consecuencias de muertes y mutilaciones. Todo lo cual configuró un cuadro de violación sistemática de derechos fundamentales, como fue confirmado más tarde por observadores internacionales. El Instituto Nacional de Derechos Humanos declara que de 2.164 querellas presentadas en todo Chile hasta el 30 de mayo, había solo 21 formalizados. La ciudadanía ahora sabe que cuando protestó, durante esas dos primeras semanas, Carabineros disparó… ¡104 mil tiros de escopeta! Y ahora provoca al país con el fallido intento de dar el nombre del general Stange a la Academia de Ciencias Policiales.

¿Por qué ocurre todo esto? Porque también en la cultura política nacional subyace un estrato de urfascismo: una purulencia autoritaria, supremacista y excluyente. Un caldo de cultivo intolerante, y a ratos violento, que alimenta el discurso de los «herejes» políticos de la democracia.

Harán lo imposible por impedir el Plebiscito. Nunca lo quisieron. Y si lo aceptaron, fue nada más porque no tuvieron alternativa ante la presión que les opuso la protesta cívica. Saben que la Constitución de 1980 y el modelo económico que instituyó llegan a su fin y, con ellos, la legitimidad de su propio desempeño.

Y, por eso, tras la pandemia la imaginación de aquellos sectores se ha tornado prolífica en subterfugios.

Han sostenido que no puede haber elección en medio del estado de excepción, porque no habría garantías de campaña ni de discusión de ideas. Han planteado que no se realice este plebiscito y que en abril se elija a los miembros de la Convención Constituyente. Han propuesto que en vez del plebiscito y de los convencionales, sean los parlamentarios que se elijan en 2021 los que diseñen la nueva Constitución.

Pero el Plebiscito se ha hecho tan inminente que este 26 de agosto se inicia la difusión de las opciones en juego, de sus significados y consecuencias para el país, y el próximo mes —en un año que pasa a toda velocidad― comienza la campaña. Entonces aparecen fórmulas destinadas a frenar su realización.

Un rebrote de la pandemia sería el escenario ideal, como fue un respiro para el desempeño del presidente Piñera la postergación del evento que debía efectuarse el 26 de abril. Dicho escenario obligaría a decretar cuarentenas y restricciones que provocarían la abstención de la población. No tiene otra justificación la insistencia del titular de Educación de exponer al contagio a niños, niñas, adolescentes, docentes y asistentes, con un regreso prematuro a las escuelas. No tiene otra justificación el proyecto de ley del senador Francisco Chahuán, consistente en fijar un máximo del 50 por ciento de abstención, siete millones de electores, para declarar legítimo el plebiscito. Por qué, cuando en la elección parlamentaria de 2017, donde el senador Chahuán resultó electo con el 22 por ciento de los votos, la abstención fue del 54 por ciento. Por qué, cuando los propios informes del Congreso enseñan que todos los países latinoamericanos tienen cotas inferiores al 50 por ciento. Quisieran hacer de la elección del 25 de octubre una profecía autocumplida: primero inducir la abstención para, luego, por ley, anular la validez del plebiscito. ¿Quién podría estar disponible para este juego sin exponerse al descrédito?

Se impondrá el sentido común, y la gente irá a votar. «Así como las personas pueden ir a un supermercado o a una multitienda, probablemente también puedan ir a votar», reflexiona Izkia Siches, presidenta del Colegio Médico.  Y tiene razón. Pero el desafío de la fe democrática es más que conquistar el cambio de la Constitución y una Convención Constituyente. Es, definitivamente, vencer la abstención, no por temor a invalidar el Plebiscito, sino porque el país está protagonizando una gesta histórica que exige ser refrendada por una multitudinaria voluntad política.

Debe ser un acto sublime. Un acto bello en su forma y en su fondo. Una alegoría que exprese el genuino espíritu democrático y republicano de los hombres y mujeres que han caído combatiendo por una patria libre, justa y solidaria. Hombres y mujeres que debemos saber nombrar sin arriesgar nuestra unidad y nuestra identidad, y sin despertar sospechas acerca de nuestra innata vocación por la paz.