viernes, 27 de julio de 2007

La Nostalgia «Light»

Rodolfo Fortunatti



«Hay Sarkozy para todos», concluye Eugenio Tironi, rescatando las virtudes progresistas que quisiera ver en el líder francés. Tironi, situado así a la derecha de Jocelyn-Holt, el historiador de derechas. No es extraño que Jocelyn-Holt vaya más adelante; puede ver más hacia adelante. En cambio, Tironi, a la luz de Jocelyn-Holt, acaso refleje el aguatonamiento mundial de las izquierdas, según la viva expresión acuñada por este último.

«Hay Sarkozy para todos», señala Tironi. Parece creer que por un par de discursos y unos ministros socialistas en su gabinete, Sarkozy se hubiera convertido en la reencarnación moral de la política. No es lo que piensan los franceses. Esto, a juzgar por la minoritaria presencia sarkozista en el Parlamento. Como fuere, el movimiento se demuestra andando, y Sarkozy tiene cuatro años para demostrarlo. El mismo que tiene Tironi para revisar su apología. Lo demás es pura ficción política; puro juego de escenarios. Un juego que, sin embargo, le quita peso, profundidad y proyección, a la acción política.

«Hay Sarkozy para todos», consuela Tironi, en un gesto de justicia redistributiva que nadie reclama. Porque ni Hermógenes Pérez de Arce —que lo emula al borde de la línea democrática— piensa que pueda haber Sarkozy para todos. Hasta el ex colaborador de Pinochet está convencido que el presidente galo representa a la derecha de siempre. ¿Por qué la derecha querría compartir lo que ha sido siempre de la derecha? ¿Y a qué izquierda tendría que interesarle la oferta que hace Tironi? Si aquella izquierda apareciera, lo más probable es que haya dejado de serlo.

«Hay Sarkozy para todos», declama Tironi. Lo cierto es que no hay Sarkozy para la izquierda genuina. No para el auténtico progresismo. Quizá para la izquierda light. El problema es que la cáustica crítica de Sarkozy apunta precisamente a esta izquierda heredera del Mayo del ‘68. Esta que en Chile hace lo imposible por contemporizar con una derecha arcaica, anquilosada en la defensa de sus intereses, vacía de principios ideológicos, e incapaz de construir una mirada universal, como la anhelada por Jocelyn-Holt.

Semejante universalidad se consigue, claro, con una profunda pasión por la tierra, por la época, y por la gente. Porque un gran amor —como pensaba Mounier— comienza con una gran pasión.