jueves, 13 de septiembre de 2007

Suburbia

Rodolfo Fortunatti

Estaba a punto de explotar el otoño caliente del 2005 en Francia. Era el 25 de octubre cuando Sarkozy, a la sazón ministro del Interior, bajó a los suburbios y mirando de frente a las cámaras dijo: ¿Están ustedes ya hartos de esa chusma? ¡Pues los vamos a librar de ella! Sarkozy se refería a los revoltosos. A los miles de jóvenes que desafiando los flashball y los taser de la policía, venían ocupando calles y quemando autos. El año 2004 habían incendiado veinte mil. A esas alturas del 2005 ya llevaban 28 mil. Pero lo peor aún estaba por ocurrir.

Los días 5, 6 y 7 de noviembre, tras las pendencieras expresiones de Sarkozy, fueron quemados 1.400 vehículos. Sus hechores saquearon cuanta bodega pudieron franquear, y cuanta mercancía pudieron convertir en botín. Se apoderaron de calles y barrios enteros, y arremetieron contra todo el mobiliario público. En realidad, contra todo lo que representara al Estado. Aquellos eran en su mayoría menores, agrupados en bandas y tribus suburbanas. Eran, y siguen siendo, los excluidos, los pobres, los vándalos; a ratos, puro lumpen. Eso que Sarkozy llama la caillera (de ra-caille, y éste, de racalha: el vómito, el deshecho) Muchachos de poca conciencia política y, sobre todo, de lenguaje muy elemental. Porque no necesitan manejar grandes discursos ideológicos. Les basta un simple instructivo para agitar la ciudad. Son como esos jóvenes que ayer, de regreso a casa después de participar en los disturbios del centro de Santiago, tarareaban: vamos a tirar cadenas/ y miguelitos y gomas/ vamos a prenderles fuego…

¿Qué tanto puede saber un niñito de 13 ó 14 años del significado enorme que tiene el 11 de septiembre para Chile? —se preguntaba un observador. ¿Les hace falta? Estos no necesitan saberlo, porque no es el 11 de septiembre la razón. No es el odio heredado de sus padres la razón. Es el mundo de Suburbia, donde ser nada es un designio fatal, y conseguirlo todo, es el acto vandálico llamado a torcer aquel destino. Estos pertenecen a la clase universal de los excluidos. Estos pueden ser de la garra, lo mismo que de la banda. Manejar la molotov, igual que el negocio del mercado persa. Y la linterna láser, al mismo tiempo que la mira telescópica, y el fusil hechizo. Sólo necesitan una oportunidad. Y ésta viene de la mano de la planificación política, que trastoca crucialmente aquella situación de exclusión. Es cuando la exclusión social se transforma en violencia social, cumpliendo así el cometido de una acción política planificada.

Por obra de la planificación política, Santiago es una ciudad cercada a lo largo del anillo Américo Vespucio. Por obra de la planificación política, Lo Hermida de Peñalolén, Villa Francia de Estación Central, Herminda de La Victoria de Cerro Navia, y Santo Tomás de La Pintana, marcan los cuatro ejes cardinales de una operación. Por obra de la planificación política la violencia se focaliza en veinte puntos neurálgicos de la ciudad. Tal vez la planificación política no haya previsto suministrar elementos tales como subametralladoras, bombas de ácido, perdigones, escopetas de repetición y armas semiautomáticas. Quizá la planificación política jamás haya contemplado los ataques contra efectivos de Carabineros. Y acaso la planificación política lamente la muerte del cabo Cristián Vera, y las heridas a bala y por ácido sufridas por otros uniformados.

Pero la planificación política es responsable de sus consecuencias. Quienes planificaron la noche del 11 de septiembre no sólo son responsables de la violencia desencadenada contra los hogares, contra los ciudadanos, contra los pobres, contra los trabajadores, contra los carabineros —jóvenes y vulnerables como cualquiera de los imberbes—, y contra las garantías constitucionales. Son asimismo responsables del endurecimiento del Estado. Son responsables de invocar al Sarkozy chileno. Y, en el futuro próximo, serán responsables de poner en manos de la policía un flashball o un taser.