viernes, 5 de octubre de 2007

El juez del caso Riggs


Rodolfo Fortunatti

El 4 de abril del 2006 fue una intensa jornada de debate en el Senado. Se votaba la iniciativa del Presidente Lagos para llenar la vacante de la Corte Suprema dejada por José Benquis. El nombre elegido por Lagos, entre los cinco seleccionados por el Poder Judicial, fue el de Carlos Cerda, juez a cargo del caso Riggs. Cerda concitó entonces la adhesión de los veinte senadores de la Concertación, más el voto de Alberto Espina, vicepresidente de Renovación Nacional. Sin embargo, el alto quórum de dos tercios exigido por la Constitución del ‘80 —25 de los 38 senadores en ejercicio, cuando en Estados Unidos para estos efectos se precisa la simple mayoría—, resultó en el rechazo de la propuesta. La negativa la impuso una minoría de 16 parlamentarios de derecha, entre ellos, Andrés Allamand, paladín de la teoría del desalojo, y Evelyn Matthei, que se irrita con facilidad ante la sola idea de que la Concertación haga valer su mayoría en la sucesión del Banco Central.

Carlos Cerda no es importante por su currículum, que lo tiene, sino por su biografía. Por currículum, o sea, por sus títulos, honores, cargos, trabajos realizados, calificaciones, Carlos Cerda es una persona que inició la carrera judicial en 1965. Trabajó en el Primer Juzgado de Santa Cruz entre 1968 y 1974. Después se desempeñó como abogado relator de la Corte de Apelaciones, y, en 1979, de la Corte Suprema. En 1982 pasó a ser ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, de la que fue su presidente entre los años 2002 y 2003. Por currículum, Carlos Cerda es doctor en derecho de las universidades Católica de Lovaina, Bélgica, y Paris II, Francia.

Por biografía, es decir, por historia de vida, Carlos Cerda es de otro talante. Juez valiente, hombre decente e independiente, dicen de él. Una voz que se levantó en el ámbito de la justicia en momentos de gran consternación en el país, subrayan los cronistas. El único juez que persiguió casos por abusos a los derechos humanos del régimen de Pinochet mientras éste aún estaba en el poder, fundamenta la
Gruber Foundation al galardonarlo. Por biografía, Carlos Cerda ha penetrado en el imaginario popular chileno. Ha sido capaz de contribuir al discurso de los derechos humanos. Ha sido capaz de actuar y de conmover con sus acciones a la sociedad. Ha sido capaz de relatar el sentido de la justicia, y lo ha hecho de un modo tan legible e inteligible, que su relato ha galvanizado nuestra visión del mundo y de las cosas. Ha dado testimonio de sus valores y creencias, y ello le ha valido el desprecio y las humillaciones, aunque, en compensación, también ha recibido el aprecio de los desposeídos y vulnerables. Por biografía, Carlos Cerda ha comprometido su palabra, y lo ha hecho de manera tan coherente que, hasta hoy, la suya es una de las voces más veraces, confiables y esperanzadoras que se escuchan.

Carlos Cerda, más allá del currículum, hoy empieza a gravitar como biografía, como una vida personal dentro de una vida colectiva. Y, más allá de esta vida colectiva, real y cotidiana, la imagen comienza a dar origen a la leyenda, a la iconografía de las capacidades y virtudes con las que el país desearía identificarse. Son nuestros valores los que construyen aquella figura. Son nuestros valores los que crean al héroe que, a su vez, se legitima por nuestros ideales sociales. Nace el héroe, la imagen idealizada que nos hacemos de nosotros mismos. Porque es nuestra propia imaginación poética la que nos ofrece un horizonte, una luz, una nueva frontera hacia donde avanzar. Porque lo que el país en verdad ve en el perfil del juez Cerda, es su nuevo talante nacional. Así, mientras el magistrado —escapando a pesar suyo de la realidad— dirige sus pasos hacia la leyenda, nosotros nos encaminamos hacia una nueva conciencia de la justicia. Gracias a gente como él podemos seguir abrigando la certidumbre de nuevos sueños.