domingo, 5 de octubre de 2014

¿CONSENSO? NO, GRACIAS





Rodolfo Fortunatti

Desde la actual mayoría democratacristiana han surgido voces promoviendo una mesa de consenso. Esto, de cara a las elecciones internas fijadas para el mes de marzo del próximo año.

En la colectividad siempre se ha entendido por mesa de consenso al consentimiento de todas las fracciones internas en torno a una directiva pluralista, amplia e integradora. Un ideal que, sin embargo, nunca se ha realizado, pues regularmente desde que desapareció la pequeña y comunitaria Falange Nacional, lo que aquí se llama consenso, en verdad corresponde a la formación de una mayoría representativa de las fuerzas que se expresan en la Junta Nacional. En consecuencia, ni todos los sectores concurren al consenso, ni todos los militantes se pronuncian sobre el consenso, que sólo puede ser generado en este órgano, y no a través de una elección directa, donde debería primar el principio de un camarada, un voto.

Usualmente quien ofrece el consenso (bien investido de la virtuosa unidad interna tenida por imperativa ante amenazas ciertas o aparentes) es quien ha perdido o desgastado su ascendiente, que sólo puede recuperar y prolongar mediante el expediente de una nueva alianza. 

Nada de esto es reprochable. El lenguaje político está hecho de tergiversaciones que enmascaran los genuinos propósitos de los actores, y de revelaciones que los descubren y muestran a la luz pública. Este intercambio dialéctico incluso puede ser beneficioso para los interlocutores.

El problema es que, hoy por hoy, el consenso no es una alternativa para la Democracia Cristiana. Y no lo es porque, después de la crisis del MAPU de 1969, nunca las visiones políticas, ideológicas y estratégicas del partido estuvieron más confrontadas que ahora. No obstante, se afirma que el fundamento para ese consenso emanaría del voto político aprobado en la última junta nacional. Hay que decirlo con claridad: en esa asamblea se aprobaron por unanimidad dos votos políticos, paradójica y obviamente no consensuales. Uno presentado por Ignacio Walker, y respaldado por Gutenberg  Martínez, Jorge Pizarro y Aldo Cornejo, y otro defendido por Mariano Ruiz-Esquide y Belisario Velasco. 

Lo crucial de la brecha abierta en aquella junta, y reflejada en los votos políticos aprobados, es que el punto de fricción no fue sino el que precisamente se alza como bandera del consenso, o sea, el de la identidad del partido, mismo punto que ha sido puesto de relieve en la controversia pública que les sucedió y que es replicada día a día en las conversaciones de las bases militantes del partido.

Estas diferencias no se resuelven al modo de un collage, mezclando materiales diversos, como resultaría siendo en la práctica este consenso «con horizonte estratégico». Porque la pregunta que surge entonces, luego de la evaporación del Plan Estratégico que ya pocos invocan, es ¿en qué consiste este horizonte estratégico? ¿Quiénes definen dicho horizonte? 

Las cosas han tomado otro curso. Más bien lo que se requiere es procesar, decantar y zanjar las contradicciones. Lo que se necesita es un acto conciliar que fije los nuevos términos del entendimiento democratacristiano. Y, después, vengan todos los consensos deseables que, no lo olvidemos, son consensos para algo tan concreto como es darle conducción al partido en los próximos dos años; no para asomarlo al nuevo orden temporal de inspiración cristiana. 

Este hecho conciliar puede serlo el VI Congreso de la DC, a condición que: a) cobre la jerarquía y trascendencia, que no ha tenido hasta hoy, en las máximas instancias de la colectividad; b) se realice con anterioridad a la elección de la mesa nacional; y c) se realice con anterioridad a la junta nacional que habrá de ratificar la elección o, en subsidio, proceder a la elección de la nueva mesa. Sólo así todo el partido quedará comprometido en la nueva etapa que se busca inaugurar y, sólo así, la conducción partidaria recuperará su legitimidad de ejercicio. Pero, consenso, por ahora, no, gracias.