miércoles, 2 de mayo de 2018

TIEMPO PARA UNA PROMESA


Rodolfo Fortunatti

El viernes 27 de abril, fecha en que se cerraba el plazo para la inscripción de candidaturas a la mesa nacional de la Democracia Cristiana, el escenario previsto —y querido por algunos— sufrió un vuelco crucial.

Al final de ese día, los nombres de un amplio elenco de dirigentes encabezados por Humberto Burotto, en la presidencia, y Cecilia Valdés, en la secretaría nacional, abrió una competencia inesperada, pero necesaria, y ofreció un cauce a la expresión de miles de militantes que anhelaban tener voz y voto en esta trascendental coyuntura.

Significativa, porque nadie duda que la Democracia Cristiana atraviesa por un trance difícil que, sin embargo, debe ser aquilatado en su real envergadura. Algunos militantes han abandonado la colectividad, pero muchísimos más, especialmente mujeres y jóvenes, se están incorporando a ella.

Por eso, el actual es un desafío que demanda fortalecer la autoridad y la legitimidad del ser democratacristiano: su institucionalidad, su organización, su patrimonio moral e intelectual y su convivencia interna. Una tarea que requiere vigorizar el compromiso de todos quienes creen en su destino y en el futuro de Chile al que está entrañablemente unido.

Y tal vez por eso, la salida de semejante atolladero no se construirá en salones y pasillos, y no será obra de las elites que han fracasado o renegado de sus mandatos. Surgirá de la voluntad libre, fiel y bien encauzada de sus militantes.

Este hecho en sí mismo constituye una alternativa. Una opción ante el vacío de ofertas, ante el desencanto y la renuncia, ante la inercia de los juegos de poder y ante la ausencia de cauces de diálogo y representación.

Con todo, la vía que se postula es más que una respuesta oportuna a la apatía y el desgano. Es el fruto maduro de una siempre anunciada puesta al día, de un esperado aggiornamento al que, por fin, le ha llegado la hora protagónica.

Representa la reflexión serena y profunda que brotó de la convocatoria de Curicó. Una que, a fines de marzo, congregó a los sectores progresistas de la DC con el propósito común de recuperar el instrumento partidario y de ponerlo al servicio del país. Un arco amplio y diverso de voluntades empeñadas en instalar lo esencial que une al partido por sobre lo adjetivo que lo divide.

Antes que todo, es una alternativa que busca renovar el compromiso de defensa sin reservas y sin eufemismos de la tradición socialcristiana presente en una de las más antiguas formaciones políticas de nuestra sociedad, la que, por obra de un diálogo intergeneracional, se plasmó, primero, en la Falange Nacional y, más tarde, en lo que hoy es el Partido Demócrata Cristiano.

«No renunciaremos a la concepción de partido popular, nacional y de vanguardia», se sostiene en la declaración que emanó del encuentro de marzo, y donde explícitamente se sella la promesa de «mantenernos en la Democracia Cristiana y desarrollar una estrategia de cambio, modernización y re-instalación del Partido en la sociedad, generando insumos valiosos para el trabajo a desarrollar en el VI Congreso Ideológico Radomiro Tomic, aspirando a que nuestras ideas se vean expresadas en la conducción de la próxima directiva nacional del partido».

Herederos de la Falange Nacional y del Partido Demócrata Cristiano, quienes se aglutinan en torno a esta expectativa, reivindican y se proponen realzar la memoria de la Revolución en Libertad, de la oposición pacífica y republicana al gobierno de Salvador Allende, de la condena al golpe de Estado de 1973, de la lucha contra la dictadura, de la recuperación democrática y del restablecimiento de los derechos humanos.

Honran, asimismo, los testimonios de sacrificio de las víctimas que, representadas por Hernán Mery, Edmundo Pérez Zujovic, Juan Millalonco, Eduardo Frei Montalva, Bernardo Leighton y Mario Martínez, han marcado las etapas más complejas y dolorosas de su larga trayectoria histórica.

Se declaran promotores y vigilantes de los grandes progresos de justicia, libertad, paz y democracia emprendidos por los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría, conquistas que no habrían podido realizarse sin el entendimiento llano y la colaboración recíproca entre la Democracia Cristiana y los partidos y movimientos de centroizquierda.

Se hacen, en consecuencia, responsables de las nuevas condiciones sociales, económicas, culturales y políticas que llevaron a Chile a los umbrales del desarrollo, dando origen a nuevas necesidades y aspiraciones que es preciso servir, a saber, la inclusión, la igualdad, la justicia, la previsión, y la nacionalización de recursos estratégicos como las aguas, el cobre y el litio, y también a nuevas concepciones teóricas, ideológicas y políticas. Miradas recientes, entre las cuales la Democracia Cristiana está llamada a ser vanguardia.

Esta actitud frente a la modernidad y, por ello, frente a la globalización, no pudo haber hallado mejor exponente que Humberto Burotto, prototipo de una generación franca, lúcida y arrojada como fue aquella que encendió las luces de la transición democrática en los sombríos y lacerantes años ochenta.