viernes, 31 de agosto de 2007

El 29 de agosto

Rodolfo Fortunatti

¿Qué fue lo del 29 de agosto? ¿Fue un movimiento? ¿Un freno a la ciudad? ¿Gente desafiando al orden público? ¿Ciudadanos resistiendo la interrupción de su propio orden público? ¿Campos de fuerza en colisión? Fue todo esto, pero quizá con un único sentido identificable: ocupar y desocupar espacios. Abundaban las voces de orden: contra el neoliberalismo, por la reforma electoral, salarios justos… Y así, podrían agregarse todas las esperanzas frustradas de la transición. Pero, ¿qué de todo esto ha de quedar en las políticas contra la pobreza? ¿Qué en las políticas que buscan amparar a los trabajadores? ¿Qué quedará latente en la memoria que el país se hará del gobierno de Bachelet?

Si las imágenes hablaran, dirían que lo del 29 de agosto fueron barricadas, humo, lágrimas, agua, policías y pancartas. Sobre todo mucha energía. Tal vez más voluntad de actuar que conciencia de los fines. Una demanda demasiado fragmentada, y unos protagonistas que no se parecían mucho entre sí. No era la clase trabajadora. Eran varias clases. Varios tipos de trabajadores, y de no-trabajadores. Varios tipos de cesantes, y también —como reza Aparecida— de «sobrantes» y «desechables» del mercado, el otro rostro del capitalismo global.

Lo del 29 de agosto fue un movimiento levantisco. Una acción colectiva con fuerte compromiso afectivo, y no siempre ni necesariamente violenta. Porque no fue la violencia de la fuerza policial la que arrojó alrededor de 600 detenidos y más de treinta carabineros lesionados, sino la magnitud del choque entre los movilizados y los controles policiales. Más comprensivamente, fue el miedo al otro, anticipado en la imagen del daño que eventualmente podría hacerme el otro, y donde los comportamientos de manifestante y de represor se podrían explicar por sus respectivas estrategias de choque.

Lo que ha hecho la protesta social es brotar la existencia de una lucha de reconocimiento. Lucha, que no es negociación, ni estado de paz. Lucha que busca llamar la atención sobre una nueva regla de equivalencia, una nueva noción de justicia. Una que todavía no se argumenta, no se delibera, ni se hace política. Una que todavía no proporciona razones de por qué corresponde dar qué cosa a quién. Una que no se suspende, sino que al contrario, se prolonga en la disputa por aquello que es justo. Incluso sustrayéndose a la venganza y a la espera de una nueva manifestación.

Lo que ha hecho la protesta social no es un programa, sino una intervención en el lenguaje, en los discursos y en las consignas. Como la naturaleza que insiste sobre las especies, de igual modo, tras sucesivos tanteos, aciertos y errores, la protesta construyó/mejoró el mensaje de los excluídos. Y esto, a largo plazo, quedará plasmado como un nuevo concepto de la justicia, donde, por el ejercicio de las libertades públicas, pero más allá de las libertades públicas, las personas conquistarán la capacidad efectiva de «hacer sus vidas».