viernes, 22 de junio de 2007

Fragmentación y diálogo moral


Rodolfo Fortunatti


Con el gobierno de Michelle Bachelet se inició un nuevo ciclo. En ningún campo se evidencia más este cambio, que en los partidos políticos. Y es probable que en ninguna otra dimensión de los partidos políticos se revele más claramente, que en su cohesión interna. Los partidos transitan desde la máxima complejidad e integración ideológica, política y orgánica, conquistada en las postrimerías de la dictadura, hacia una mayor simplificación, dispersión de intereses y lealtades. Esto, con independencia de su participación en las coaliciones y, a contrapelo de los bloqueos institucionales —como el sistema binominal o el régimen presidencial— que conspiran contra el ajuste de las expectativas políticas.

El signo más característico de dicha transición, es la aparición de conductas más libres y autónomas, y algunas francamente díscolas. Estas pueden ser beneficiosas o perjudiciales para sus actores como, asimismo, para las colectividades políticas que las soportan. Hay que hacer distinciones. Desde este prisma, no pueden ser iguales los comportamientos de los senadores Ominami, Flores y Zaldívar, como no lo es la conducta del ex Intendente Trivelli.

Ominami discrepa de la dirección política del Partido Socialista, y gana en liderazgo al formular sus propuestas. Pero su divergencia favorece a la tienda porque la provee de líneas de orientación que no arriesgan su unidad. La asociación entre este liderazgo individual y el corporativo del partido resulta en mutuo beneficio. Y si no, al menos permite compartir la mesa común sin que la ganancia del senador entrañe un daño para el partido. Ambos, parlamentario y partido, pueden cohabitar.

Tampoco la conducta de Trivelli provoca perjuicio para la DC. La suya es la del inquilino que alberga su candidatura presidencial en el seno de la falange, incluso al amparo de su actual mesa directiva, pero que aunque no la recompense en esta relación, tampoco le provoca menoscabo. ¿Quién podría enojarse con Trivelli por las motivaciones de su candidatura, cuando nunca ha dado a conocer estas razones? «La mira la pusimos en La Moneda, punto, así de simple», afirma por toda respuesta. En realidad, es él quien podría convertirse en la víctima de su juego.

«Chile Primero» y el «G9» son otra cosa. Cuando Fernando Flores inventó la historia de la mafia del PPD, y Jorge Schaulsohn, la ideología de la corrupción de la Concertación, fijaron los términos de una competencia que podría llegar a ser destructiva para ambos. Una competencia regida por el principio de exclusión, según el cual la existencia del PPD supone forzosamente la desaparición de «Chile Primero», y viceversa. ¿Significará lo mismo para la Concertación…? Depende del PPD.

El «G9» es sólo eso: un grupo. Una liga de parlamentarios aglutinados en torno al liderazgo carismático del senador Adolfo Zaldívar. Una bancada dentro de otra bancada que, sin embargo, asegura representar a la mitad del Partido Demócrata Cristiano. El «G9» reclama reconocimiento y respeto por su identidad. Vive como huésped de la colectividad y obtiene beneficios de esta situación. En ocasiones, sin daño para el partido. Las más de las veces, llevando las tensiones a extremos peligrosos para el organismo que lo hospeda, al que ve como una colosal maquinaria de poder. «He estado solo contra una maquinaria de poder que quiere aplastar a alguien cuando actúa con libertad y actúa pensando en lo que es mejor», declara Zaldívar. ¡Cuidado, están al borde de la ilegalidad! —advierte. Y llama la atención sobre la eficacia del artículo 32 de la Ley Orgánica Constitucional de Partidos Políticos, que prohibe a éstos dar órdenes de votación a sus senadores y diputados. No repara que al situar la controversia en este plano, sus detractores podrían invocar sin dificultad el artículo 21 de dicho cuerpo legal que prohibe expresamente exigir determinadas obligaciones a los ministros de Estado, como lo ha hecho el senador al condicionar su recta conciencia a la renuncia de los titulares de Hacienda y Obras Públicas. Todo el mundo sabe que el problema no es materia de gabinete de abogados, sino de asamblea deliberante, o sea, de reflexión colectiva, lúcida y explícita.

¿Cómo conducir el proceso sin verse arrastrado por él? Interviniendo en la cultura política. Fortaleciendo la cultura moral de las comunidades. Esto se logra con diálogo moral. El
diálogo moral es ante todo discusión sobre valores. No una conversación de técnicos, expertos o especialistas, sino de ciudadanos. Pues, aunque el diálogo moral hace referencia a la realidad concreta, es fundamentalmente ético. El diálogo moral pone de relieve aquello que la comunidad acepta o condena.

Lo más importante del diálogo moral es que a través suyo «la gente modifica con frecuencia su conducta, sus sentimientos y sus creencias», sobreponiéndose así al «pánico moral» que generan las crisis políticas que estamos observando.