miércoles, 1 de agosto de 2007

En Dios confiamos

Rodolfo Fortunatti


Piñera es contradictorio. Primero promete que abandonará sus negocios para dedicarse al servicio público, la vocación que dice sentir en el alma. Y, a las pocas horas, sostiene que el servicio público es oficio de vagos que viven a costa del Estado. ¿Por qué alguien habría de aspirar a algo que en el fondo desprecia? ¿Qué pretende realmente Piñera? ¿Querría dedicarse al servicio público para convertirse en vago? ¿Querría convertir a los servidores públicos que desdeña en emprendedores? ¿O es que sólo quedó demudado cuando escuchó decir que era prisionero de su fortuna, y respondió con lo primero que pudo echar mano en su subconciente? ¿Cuál fue el punto sensible que tocaron las expresiones del gobierno?

Es muy probable que sea la fatal inconsistencia entre la ambición desmedida y el Bien Común. Michael Novak, el neoliberal católico norteamericano que entendía bien esta incongruencia, acostumbraba a representarla con la leyenda del billete de un dólar: «In God we trust», que traducida significa «en Dios confiamos». Para darle sentido, Novak completaba la frase del siguiente modo: «En Dios confiamos… y en nadie más». Y así terminaba demostrando que la democracia, tal y como se conocía en América desde Tocqueville hasta nuestros días, consistía precisamente en no confiar demasiado poder a ninguno y, por consiguiente, en distribuir el poder en el mayor número de personas y comunidades.

Este principio tan básico, pero de un valor tan crucial para la justicia, la paz y la libertad, expresa el punto de equilibrio entre los intereses individuales y los colectivos. Esta noción tan elemental para la construcción del consenso social, es la que violenta Piñera con su promiscua relación entre política y negocios. El empresario, amparado en un régimen de desigualdades tan indigno como el prevaleciente en Chile, sobre todo desde la experiencia neoliberal de Pinochet, ha logrado amasar un inmenso patrimonio. Si estas impresionantes acumulaciones de poder económico no han podido ser deslegitimadas, se ha debido al frívolo debate político que nos ahoga, así como a la fuerte concentración de los medios de comunicación en pocas manos. No porque sean justas. No porque sean lícitas, como lo revela la multa impuesta por la SVS.

Desde esa posición de poder, Piñera ahora aspira a la Presidencia de la República, o sea, al control del poder político. A la conducción del gobierno. Al manejo del Estado. El problema para él es que, no obstante la precariedad de nuestra política local, aún en la derecha hay una reserva moral para la que resulta inaceptable este modo de acaparar poder. No ha de parecer extraño pues, que los desposeídos, los vulnerables, y hasta los perdedores del sistema, sientan más próxima la presencia de Longueira, de Dittborn, de Novoa o de Matthei, que la de Piñera, Allamand o Espina. Se trata quizá de una cuestión de grado, pero que proyectada al infinito fija una notable distancia entre la democracia y la oligarquía.