viernes, 22 de marzo de 2013

LA HORA DE LA DECENCIA

Rodolfo Fortunatti







Finalmente, la oposición presentó la acusación constitucional contra el ministro de Educación Harald Beyer. No sabemos qué suerte correrá el libelo acusatorio, pero de algo podemos estar seguros: después del debate nacional que ya empieza a desatar, las cosas serán muy distintas. Acaso sean los abusos cometidos en educación los que abrirán la conciencia del país sobre la verdadera naturaleza del poder, y de sus constantes infracciones al Estado constitucional y democrático de derecho. No será fácil para la derecha política y económica aligerar el peso de la prueba contenida en los tres capítulos y cerca de 200 páginas del texto.

A Beyer se le acusa de haber faltado a la probidad, de no haber ejercido sus facultades como titular de la cartera de Educación y, lo que salta a la vista como el razonamiento más firme y elocuente del documento, de haber abandonado el deber de fiscalizar los abusos cometidos en las instituciones de educación superior. Los cargos son graves y difíciles de sortear con argumentos simples. Esos pensados para una masa de ignorantes más que para ciudadanos de uno de los países de muy alto índice de desarrollo humano del mundo. Decir que esto se arrastra desde hace treinta años, y que todos somos culpables de lo que se pretende hacer pagar al ministro, podrá ser tolerado en twitter, pero nunca en la sobremesa de un hogar.

Beyer disponía de herramientas para frenar las ilegalidades y no las empleó, convirtiendo en víctimas de su negligencia a miles de estudiantes, como lo confirma el paradigmático caso de la Universidad del Mar, frente a la cual tardó un año, desde que conoció las denuncias, en decretar su cierre. Faltó a la probidad que constitucionalmente se exige a quien desempeña funciones públicas, al incumplir las normas aplicables a su cartera, y al proponer a destiempo los reglamentos de monitoreo. No cumplió con su deber de vigilar y de supervisar a los órganos de su dependencia, tales como el Sistema de Información de la Educación Superior que, no obstante estar obligado por ley, no llevaba registro del manejo financiero de las universidades. Beyer jamás activó con diligencia los procedimientos de investigación, y no porque ignorara que las universidades lucraban, sino porque se negó a fiscalizarlas. Y se negó a fiscalizarlas porque siempre tuvo la convicción de que suprimir el lucro en educación alentaba la simulación, una solución a la chilena, según también cree Mariana Aylwin, donde las instituciones que legalmente no pueden tener fines de lucro, lo obtienen por otras vías. Por eso Beyer no dio curso administrativo ni judicial a las diversas demandas presentadas ante él por ciudadanos.

La responsabilidad de Beyer no es semejante ni se puede diluir en el pretendido parangón de que «todos» los ministros de la Concertación hicieron lo mismo. Porque no es así. Yasna Provoste fue acusada por oponerse al lucro, cuando otros resistían la reforma o la consideraban una provocación innecesaria. Bien ha dicho el doctor Martín Zilic que fue la misma derecha la que nunca quiso entregar los votos para crear un mayor control en el sistema de Educación Superior. Pero tampoco la responsabilidad de Beyer, como sugiere José Joaquín Brunner, se resuelve con una interpelación parlamentaria. Beyer hizo patente su desprecio por el Congreso una y otra vez cuando dejó de responder a sus citaciones, escuchar sus informes y acuerdos y, en suma, desestimar los procedimientos administrativos que éste le formulaba. Deliberadamente optó por ignorar las facultades del Poder Legislativo, minando las relaciones de confianza y de respeto que deben primar en una democracia.

El problema de fondo no es más complejo que el drama cotidiano de cientos de miles de familias chilenas que, en su desamparo, cada día confirman lo difícil que es pagar para muchos, y lo fácil que es ganar para algunos. El arancel anual de la carrera de Odontología en la Universidad de Los Andes asciende a 5 millones 300 mil pesos, pero el quimérico arancel de referencia es menos de la mitad de este monto y mayor que el sueldo mínimo. Mientras tanto, el negocio de la educación superior sigue arrojándole a sus dueños —grandes holdings y corporaciones transnacionales— utilidades cercanas a la inconmensurable cifra de… ¡109 mil millones de pesos! Un desorden social que se reproduce con impudicia, y que a estas alturas no admite indulgencias como las vertidas por los candidatos presidenciales.

Abraham Lincoln, a quien pertenece el célebre enunciado del «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», no eludió su responsabilidad refugiándose en el pretexto de que los problemas se arrastraban desde hacía años, o reconociendo que la inmoralidad de la servidumbre existía, pero que no se corregía con enmiendas. Lincoln tuvo la sagacidad política de restablecer la unidad nacional desgarrada por los secesionistas, que basaban su subsistencia agrícola en la explotación de mano de obra esclava, y, simultáneamente, aprobar la Decimotercera Enmienda a la Constitución por la cual cuatro millones de hombres, mujeres y niños fueron liberados de su secular esclavitud.