Rodolfo Fortunatti
Finalmente, la oposición presentó la acusación
constitucional contra el ministro de Educación Harald Beyer. No sabemos qué
suerte correrá el libelo acusatorio, pero de algo podemos estar seguros:
después del debate nacional que ya empieza a desatar, las cosas serán muy
distintas. Acaso sean los abusos cometidos en educación los que abrirán la
conciencia del país sobre la verdadera naturaleza del poder, y de sus
constantes infracciones al Estado constitucional y democrático de derecho. No
será fácil para la derecha política y económica aligerar el peso de la prueba
contenida en los tres capítulos y cerca de 200 páginas del texto.
A Beyer se le acusa de haber faltado a la probidad, de no haber ejercido sus
facultades como titular de la cartera de Educación y, lo que salta a la vista
como el razonamiento más firme y elocuente del documento, de haber abandonado
el deber de fiscalizar los abusos cometidos en las instituciones de educación
superior. Los cargos son graves y difíciles de sortear con argumentos simples.
Esos pensados para una masa de ignorantes más que para ciudadanos de uno de los
países de muy alto índice de desarrollo humano del mundo. Decir que esto se
arrastra desde hace treinta años, y que todos somos culpables de lo que se
pretende hacer pagar al ministro, podrá ser tolerado en twitter, pero
nunca en la sobremesa de un hogar.
Beyer disponía de herramientas para frenar las ilegalidades y no las empleó,
convirtiendo en víctimas de su negligencia a miles de estudiantes, como lo
confirma el paradigmático caso de la Universidad
del Mar, frente a la cual tardó un año, desde que conoció las denuncias, en
decretar su cierre. Faltó a la probidad que constitucionalmente se exige a
quien desempeña funciones públicas, al incumplir las normas aplicables a su
cartera, y al proponer a destiempo los reglamentos de monitoreo. No cumplió con
su deber de vigilar y de supervisar a los órganos de su dependencia, tales como
el Sistema de Información de la Educación Superior que, no obstante estar
obligado por ley, no llevaba registro del manejo financiero de las
universidades. Beyer jamás activó con diligencia los procedimientos de
investigación, y no porque ignorara que las universidades lucraban, sino porque
se negó a fiscalizarlas. Y se negó a fiscalizarlas porque siempre tuvo la
convicción de que suprimir el lucro en educación alentaba la simulación, una solución
a la chilena, según también cree Mariana Aylwin, donde las instituciones que legalmente no pueden tener fines de
lucro, lo obtienen por otras vías. Por eso Beyer no dio curso administrativo ni
judicial a las diversas demandas presentadas ante él por ciudadanos.
La responsabilidad de Beyer no es semejante ni se puede diluir en el
pretendido parangón de que «todos» los ministros de la Concertación
hicieron lo mismo. Porque no es así. Yasna Provoste fue acusada por oponerse al
lucro, cuando otros resistían la reforma o la consideraban una provocación
innecesaria. Bien ha dicho el doctor Martín Zilic que fue la misma derecha la
que nunca quiso entregar los votos para crear un mayor control en el sistema de
Educación Superior. Pero tampoco la responsabilidad de Beyer, como sugiere José
Joaquín Brunner, se resuelve con una interpelación parlamentaria. Beyer hizo
patente su desprecio por el Congreso una y otra vez cuando dejó de responder a
sus citaciones, escuchar sus informes y acuerdos y, en suma, desestimar los
procedimientos administrativos que éste le formulaba. Deliberadamente optó por
ignorar las facultades del Poder Legislativo, minando las relaciones de
confianza y de respeto que deben primar en una democracia.
El problema de fondo no es más complejo que el drama cotidiano de cientos de
miles de familias chilenas que, en su desamparo, cada día confirman lo difícil
que es pagar para muchos, y lo fácil que es ganar para algunos. El arancel
anual de la carrera de Odontología en la Universidad de Los Andes asciende a 5
millones 300 mil pesos, pero el quimérico arancel de referencia es menos de la
mitad de este monto y mayor que el sueldo mínimo. Mientras tanto, el negocio de
la educación superior sigue arrojándole a sus dueños —grandes holdings y
corporaciones transnacionales— utilidades cercanas a la inconmensurable cifra
de… ¡109 mil millones de pesos! Un desorden social que se reproduce con
impudicia, y que a estas alturas no admite indulgencias como las vertidas por
los candidatos presidenciales.
Abraham Lincoln, a quien pertenece el célebre enunciado del «gobierno del
pueblo, por el pueblo y para el pueblo», no eludió su responsabilidad
refugiándose en el pretexto de que los problemas se arrastraban desde hacía
años, o reconociendo que la inmoralidad de la servidumbre existía, pero que no
se corregía con enmiendas. Lincoln tuvo la sagacidad política de restablecer la
unidad nacional desgarrada por los secesionistas, que basaban su subsistencia
agrícola en la explotación de mano de obra esclava, y, simultáneamente, aprobar
la Decimotercera Enmienda a la Constitución por la cual cuatro millones de
hombres, mujeres y niños fueron liberados de su secular esclavitud.