martes, 12 de junio de 2007

Presidencialismo a la chilena

Rodolfo Fortunatti

Sarkozy ha conquistado cerca del 40 por ciento de los votos en las elecciones parlamentarias del domingo. Los socialistas quedaron rezagados al 25 por ciento de los sufragios, mientras que el centrista Francois Bayrou, que en la primera vuelta presidencial había capturado el 18 por ciento de las preferencias, esta vez apenas consiguió el 7 por ciento. Con este apabullante triunfo, el neoliberal Sarkozy podría lograr 400 de los 570 escaños de la asamblea francesa, entretanto la segunda fuerza más importante, los socialistas, acaso consiga unos 100 asientos, seguida a gran distancia por comunistas, verdes y ultraderechistas.

¿Qué es lo más significativo de los comicios franceses? Pues que todos los observadores ven en ellos la firme voluntad popular de granjearle una sólida mayoría al gobierno de Sarkozy, para, de este modo, asegurar las reformas estructurales. Eso mismo ocurrió en Chile hace un poco más de un año, cuando el país eligió a Michelle Bachelet y la blindó con una clara mayoría en la Cámara de Diputados y, por primera vez, también en el Senado. Sólo que, no obstante este amplio respaldo, desde entonces la Presidenta Bachelet ha operado dos cambios de gabinete. El primero, a escasos dos meses de haber asumido.

¿Qué hace la diferencia? Veamos: mientras en Francia impera un régimen semipresidencial, en Chile —desde 1925 y fortalecido sucesivamente—, tenemos un presidencialismo que no garantiza la estabilidad del gobierno y tampoco la continuidad de las coaliciones. En Francia, el Presidente es elegido por cinco años y puede ser reelegido en forma indefinida, mientras que en Chile el mandato presidencial dura cuatro años sin reelección. Al igual que en Chile, las facultades del presidente francés comportan la convocatoria a referéndum, la disolución del Parlamento, y la conducción de la política internacional y de las Fuerzas Armadas. En Francia, sin embargo, existe la figura del primer Ministro que responde de sus actos ante el Congreso, y en él recae la responsabilidad de formar gobierno. Esto permite renovar el gabinete de ministros una vez agotado un ciclo político, o sea, cuando se producen fugas de lealtades parlamentarias, cuando decae la popularidad del Presidente, y se hace necesario reajustar el pacto inicial de gobernabilidad con los partidos concertados.

La Concertación —incluso más que las administraciones de derecha durante los últimos cincuenta años— ha sido capaz de asegurar estabilidad. En gran medida porque se constituyó en una alianza preelectoral que acortó la distancia ideológica entre los grandes e históricos partidos que la integran, pasando de una docena de colectividades a las actuales cuatro con representación parlamentaria, sin desechar el aporte de la colectividad más pequeña, y conservando la mayoría en la Cámara de Diputados y en el Senado. Hoy por hoy, estas características no son suficiente garantía de estabilidad y gobernabilidad.

Las fuertes tendencias hacia la individuación, la fragmentación de la sociedad civil, las enormes diferencias de clases, de estilos, de poder y de prestigio, y de ingresos, la escasa participación política, son todos síntomas de un cambio cultural que no ha encontrado respuesta en la coalición. Por eso cobran relieve las verdaderas relaciones de fuerza predominantes en un régimen presidencial como el chileno. La popularidad del Presidente de la República comienza a desgastarse desde el momento que asume. Luego, se ve obligado a concluir su mandato con los mismos parlamentarios que le mezquinan el apoyo. Como no hay reelección, entonces se desatan las luchas por la conducción de los partidos, y por la sucesión presidencial, generando así una constante inestabilidad. Los tiempos institucionales resultan tan rígidos —como que se eligen Presidente y congresales cada cuatro años, y simultáneamente—, que la única manera de sobrellevar las crisis, es mediante ajustes sucesivos de gabinete. Mas, como no es posible convocar a elecciones anticipadas, tampoco es posible castigar a los tránsfugas... Todo un paraíso para los díscolos.

El presidencialismo a la chilena resulta tan perverso, que sólo puede evitar la parálisis gubernamental bajo el expediente de apelar a la esquiva buena voluntad de los hombres. Sólo un presidencialismo así podía persistir en presencia de otro procedimiento igualmente perverso, como el binominal, que fomenta los pactos por omisión y estimula la lucha entre aliados. Sólo un presidencialismo autóctono, heredero del atávico autoritarismo señorial, podía prevalecer arrebatándole al partido mayoritario su facultad de dirigir la formación del gobierno.