viernes, 18 de enero de 2008

Testimonio de Patricia Verdugo

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En Chile hasta el 11 de septiembre de 1973 los miembros de las fuerzas armadas eran vistos como parte del pueblo, de la ciudadanía. Era impensable que las fuerzas armadas fueran usadas por un grupo de chilenos para eliminar y reprimir a otro grupo de chilenos. Era inimaginable que fueran usadas para terrorismo de estado.

Hoy sabemos, después que Estados Unidos decidió desclasificar decenas de miles de documentos secretos de la CIA y el Pentágono, qué acciones se realizaron para lograr el golpe militar en Chile y la represión que le siguió. Pero entonces a comienzos de los años 70 no era posible imaginar la pesadilla. Visto hoy día alguien podría decir y con razón, que fuimos muy ingenuos. Y es esa ingenuidad la que explica gran parte del horror.


Uno se pregunta cómo es que miles y miles de chilenos confiaron en la ley y se presentaron voluntariamente ante los comandantes de regimiento o ante los jefes de policía, cuando sus nombres aparecían en los bandos militares. Ellos jamás se imaginaron posible una cámara de tortura y menos se imaginaron una masacre que los conduciría a una tumba clandestina de detenidos-desaparecidos.

Un ejemplo, el abogado Mario Silva Iriarte, tenía 37 años, socialista, casado, cinco hijos, era el Gerente de la Corporación de Fomento en la zona norte de Chile. El día del golpe militar él estaba en comisión de servicios en la capital, en Santiago. Y Mario Silva escuchó su nombre en un bando militar en la radio y decidió partir de inmediato a la ciudad de Antofagasta. Pidió a los militares un salvoconducto especial para poder manejar toda la noche, ya que estábamos en toque de queda. Y así llegó a Antofagasta para entregarse ante las autoridades militares. A su esposa le dijo: “no tengo nada que ocultar”. Hoy sabemos que fue brutalmente torturado por más de un mes y fue masacrado. Su mujer Graciela Álvarez, me dijo “y pensar que se entregó voluntariamente porque él creía en el profesionalismo de los militares y jamás los imaginó capaces de masacrar”. Como él miles de chilenos.

El alcalde de otra ciudad al norte, que se llama Tocopía, Marcos de la Vega, era ingeniero, casado, tenía tres hijos, comunista. Su hermana me relató así su historia. “Después del golpe la gente le decía que se fuera, que se pusiera a salvo. Pero Marcos respondía ‘pues que me voy a ir sino he robado ni un peso, sino le he quitado el puesto a nadie, si tengo al día los libros de la alcaldía, si no he hecho nada malo’. Así mi hermano trabajó en la alcaldía hasta cinco días después del golpe. Ese día el diario publicó que había órdenes de detención contra las autoridades de Tocopía. Así que Marcos llegó en la tarde, pidió ropa gruesa, comió, tomó mate caliente y se sentó a esperar que llegaran. Carabineros rodearon la casa, entraron armados con metralletas y se lo llevaron”. Casos como el de Mario o Marcos, se repiten por miles.

Mi padre fue uno de ellos, ingeniero, casado, cuatro hijos, 50 años, militaba en un partido de centro, el partido Demócrata Cristiano. Su nombre, Sergio Verdugo, su delito, presidente del sindicato de la empresa estatal en la que trabajaba. Creer que podía intentar la defensa de los derechos adquiridos por esos trabajadores. Han pasado más de 28 años y lo ocurrido vive conmigo cada día. Escribí un libro con esta historia. Ese libro lleva por título la dirección de la casa de mi padre. Se llama “Bucarest 1 8 7. Era una gran casona blanca de estilo francés. Los agentes esperaron el momento propicio, lo vigilaban desde hace más de dos meses. Esperaron a que estuviera sólo en la casa y se lo llevaron.

Yo evito pensar y hasta hablar de esta parte de la historia, porque duele demasiado. Imaginar el terror que sientió. Imaginar como le habrá saltado el corazón en el pecho al salir de la casa, sin poder siquiera escribir una nota pidiendo auxilio. Encontramos su cuerpo varios días más tarde en el río Mapocho, el río que atraviesa mi ciudad. En su cuerpo había huellas de tortura. De la peor de todas no había huella evidente. Solo el examen de sus pulmones podía indicar que el agua en que fue ahogado no era el agua de ese río café y barroso que fue tumba de tantos en mi país.

La tortura como método de terrorismo de estado es muy eficiente. En Chile sólo hace dos meses pudimos hacernos cargo de lo ocurrido. El terror es tan profundo que tuvimos que necesitar casi quince años de transición para indagar oficialmente acerca de la tortura masiva y sistemática practicada por el Estado, para eliminar a los adversarios políticos de la dictadura del General Pinochet.

Los métodos de tortura fueron comunes a casi toda América Latina, fueron enseñados en la Escuela de las Américas (Panamá), por oficiales de Estados Unidos. Y Estados Unidos, a su vez, recibió ese conocimiento desde Francia, que refinó los métodos de tortura en Argelia.

En julio de 1976, cuando mi padre desapareció, cuando lo buscábamos con desesperación por las cárceles, cuando lo encontramos en el río, entonces yo supe lo que era el miedo. Ese miedo que se mete dentro de las vísceras, porque mi voz temblaba, mi vientre temblaba todo el día. Y así por semanas y no había como calmar ese temblor. Seguí trabajando y después de enterrar a mi padre, completé la entrevista que le estaba haciendo al líder sindical Tucaperig Jiménez. Seis años más tarde iba a ser su turno, lo degollaron en 1982.

Vencer el miedo puede ser la columna vertebral, el eje de la vida humana y su sentido, vencer el miedo a la muerte, vencer el dolor, el miedo al abandono, el miedo a la pobreza, el miedo al desempleo, el miedo a la traición, vencer el miedo, tantos miedos. Aquí estamos reunidos frente a dos miedos: el terrorismo de estado y el terrorismo organizado por grupos privados. Dos caras de la guerra sucia.

A veces unos están ligados con otros. Yo estaba en Manhattan, en septiembre de 2001, llegué la víspera. El 10 de septiembre a una Nueva York muy calurosa y que recibió con mucha alegría una lluvia torrencial ese atardecer. Me acosté esa noche sabiendo que al otro día era martes 11 de septiembre, porque fue el día 11 de septiembre el golpe de estado en Chile. Y me desperté con el grito de alerta. Y lo primero que pensé fue en Chile. Imaginé que estaba ocurriendo otro golpe de estado en mi país. Salí a la calle a vivir ese trágico episodio con los neoyorquinos, me mezclé entre los que huían con la ropa llena de polvo, caminando como autómatas, estuve entre el pánico, ese pánico que podía palparse de tan espeso que era. Fue un día largo, larguísimo, marcado a fuego en la memoria.

Por la noche me senté en la acera de la Quinta Avenida a llorar y rezar. Imaginé el dolor que habría en miles y miles de hogares a mí alrededor. La ciudad estaba vacía, paralizada por el terror. Me quedé mucho tiempo rezando hasta que pasaron las máquinas retroexcavadoras amarillas. Y después de ellas pasaban taxis sin el asiento trasero para transportar cadáveres. Sé que en algún momento pensé: alguno de estos habitantes sabrá que en un día como hoy, hace 28 años, el gobierno de su país provocó el terror y provocó la muerte a miles y miles de chilenos. Sabrá alguno que el Presidente Nixon y Henry Kissinger decidieron la tragedia en mi país. Me respondí: No, no saben o no lo recuerdan si es que alguna vez supieron.

¿Qué hacer entonces para que no se repita? La solución parece ser una sola: Justicia. Justicia social al interior de nuestros países, de cada país, porque la injusticia es el criadero de rabias y de violencias. Desde la violencia al interior de un hogar hasta la violencia que provoca el estallido social. Justicia, justicia en las relaciones internacionales. Toda la historia nos enseña que la opresión de un pueblo sobre otro crea las condiciones para devolver el golpe. Justicia para investigar los crímenes respetando el estado de derecho y condenar a los culpables de acuerdo a la ley, para que no se repita. Para un defensor de los derechos humanos es tan bárbaro lo que hoy ocurre en Guantánamo como que hoy siga sin condena el General Pinochet.


Anteayer yo estaba en Madrid y fui varias veces, durante mi estancia en la capital española, a rezar a la estación de Atocha. Y por ser chilena cada vez que salgo de mi país, la pregunta que más se repite es ¿por qué no podemos enjuiciar y condenar al General Pinochet? ¿Por qué él aún tiene tanto poder? La respuesta es simple: el General Pinochet fue la herramienta, el instrumento de terror que Estados Unidos y la ultra derecha chilena utilizaron para derrocar al Presidente Salvador Allende y para luego instaurar una larga dictadura. Más aún, Pinochet finalmente aceptó que Chile se transformara en el laboratorio del neoliberalismo económico diseñado por el Premio Nóbel Milton Friedman, en la Escuela de Chicago.

Por tanto se le debe mucho a Pinochet y esa deuda debe pagársele al menos con su impunidad. Los defensores de los derechos humanos hemos dificultado bastante el cumplimiento de este compromiso espurio. Estuvimos a punto de conseguir que Londres le extraditara a Madrid y siempre agradeceremos a España por su tarea en la defensa internacional de los derechos humanos. Hoy seguimos luchando en los tribunales chilenos.

Nuevamente logramos hace poco el desafuero de Pinochet. Y nuevamente está sometido a proceso. Y ojo que estamos hablando de un General Pinochet que hasta el día de hoy conserva el título de “Padre Benemérito de la Patria”. Ahora estamos buscando la condena de los altos mandos militares y de los civiles de la dictadura. En estos días se ha procedido a la orden de arresto contra quienes fueron los ministros de seguridad interior. Es un nuevo paso. La impunidad de Pinochet también se explica por la necesidad de mantener en forma, afilada esta herramienta del terrorismo de Estado.

Me explico: Póngase en la cabeza de un jefe de la CIA, o de un poderoso empresario ultraderechista de Chile. Si Pinochet es condenado hoy, se pregunta: ¿Contaremos con los jefes militares mañana si nuevamente requerimos sus servicios? Es decir, para asegurar que mañana puedan contar con las Fuerzas Armadas para otro golpe, hay que darle impunidad hoy. Y qué decimos nosotros los defensores de derechos humanos para asegurar que mañana no se tienten con otro golpe, es justamente que tenemos que enjuiciarlos hoy y condenarlos hoy. Hay también otras formas de justicia: una de ellas dice en relación con la memoria. Que no se olvide que las nuevas generaciones recuerden nuestras tragedias. Yo trabajo en ambos espacios, colaboró con las causas judiciales, investigando y escribo mis libros para que no se olvide.


El holocausto judío no se limitó al juicio de Nuremberg y a los juicios a los jerarcas nazis que luego fueron hallados. Cada año tenemos nuevas películas y novelas que relatan esta tragedia desde los millones y millones de historias de los seres humanos. En periodismo sabemos que un millón de muertos es estadístico. Un muerto es tragedia. Y con esa medida es que trabajamos como se ha hecho en este evento. Para que la historia de un hombre, de una mujer o de una niña quede en la conciencia de los habitantes de este planeta en el futuro. Así se trabaja por la paz para proteger la vida de nuestros hijos y de los hijos de sus hijos.

Que no haya impunidad ni olvido. Que sí haya justicia y memoria. Colaborar con esta tarea permite que uno se perciba como una persona decente. Y hay que resistir con mucha fuerza las presiones en orden a perdonar y olvidar como sinónimo de buen cristiano. Cada vez que alguien me exige perdón y olvido se que estoy frente a alguien que es cómplice por acción u omisión de los crímenes. Ni el Papa Juan Pablo II permitió la impunidad de quien intentó matarlo. Como Juan Pablo II, acaban de recordarlo, el Papa fue a la cárcel, lo bendijo en señal de perdón y el criminal se quedó entre rejas hasta completar su condena. Eso es justicia. Gracias.